Enviado por Ricardo Módica
Las cosas andan mal en el imperio. Sediento de petróleo, Washington decidió deshacerse del carnicero a quien le habían confiado la tarea de desangrar a la revolución iraní y apoderarse del petróleo de Irak. Pero a Bush y los “halcones-gallina” el tiro les salió por la culata. No pueden ganar esa guerra y, para colmo de males, tampoco pueden retirarse. Están condenados a permanecer en un territorio que día a día les cobra, como el viejo Shylock de El Mercader de Venecia, su libra de carne.
El abastecimiento de petróleo se torna cada vez más azaroso: el Medio Oriente se desestabiliza a ojos vista y hasta el propio baluarte saudita está profundamente en cuestión; el Asia Central ya está fuera de control y los amigos de ayer son los bandidos de hoy. En el Africa Occidental, ni Nigeria ni Angola reúnen las condiciones mínimas para garantizar el abastecimiento energético requerido por los Estados Unidos.
En México, el petróleo se está acabando. Queda Venezuela, la Venezuela de Chávez, nada menos. Claro que los gobiernos del primer mundo considerarían una insensatez requerir de sus ciudadanos que moderen su enfermiza propensión al despilfarro energético. Además, esto enfrentaría a la Casa Blanca y sus amigos a la violenta presión del lobby automovilístico, petrolero y aeronáutico, amén de las grandes transnacionales que controlan los agronegocios (y financian las campañas de los “partidos del orden”), por lo que la única “solución” que encuentran estos gobiernos es convertir los alimentos en combustibles. Esto es, dar una nueva vuelta de tuerca a la alienación propia de la economía capitalista que primero convirtió a los alimentos en mercancías y ahora los reconvierte en combustible.
En otras palabras, para sostener el despilfarro del mundo desarrollado será preciso profundizar el hambre en el Sur. Destinadas a producir agroenergéticos, todas las tierras cultivables de Europa apenas abastecerían el 30 por ciento de su consumo de hidrocarburos. La demanda de Estados Unidos, a su vez, requeriría destinar el 121 por ciento de su superficie agrícola a la producción de etanol y biodiesel.
¿De dónde saldría el resto? De la periferia del sistema, ésa que en estos momentos alberga casi mil millones de hambrientos y que, según cálculos conservadores realizados por dos economistas de la Universidad de Minnesota, en caso de que se avance con el acuerdo Bush-Lula, rápidamente se agregarían dos mil millones de hambrientos más.
¿Qué mundo sería ése? Un mundo en donde se provocaría, en aras del derroche inducido por las grandes transnacionales que lucran con ello, la lenta y silenciosa eutanasia de los pobres. Por eso, el líder histórico de los Sin Tierra de Brasil, Joao Pedro Stedile, dijo que el acuerdo Bush-Lula es un “pacto diabólico”, que no sólo condena a la mitad de la población mundial al exterminio, sino que, además, significa dar rienda suelta a la depredación del medio ambiente en una escala jamás conocida en el planeta.
Los biocombustibles son un arma letal en contra de la humanidad, cuya viabilidad exige practicar un genocidio. Y, más en el corto plazo, es una estrategia destinada a debilitar la creciente influencia de Chávez en América latina. Es una lástima que Lula, que prometió garantizar para todos los brasileños tres comidas al día y no lo logró, se preste ahora a un juego tan sórdido como el que le propuso la Casa Blanca.
Por Atilio A. Borón. Director del PLED, el Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales del Centro Cultural de la Cooperación.
Las cosas andan mal en el imperio. Sediento de petróleo, Washington decidió deshacerse del carnicero a quien le habían confiado la tarea de desangrar a la revolución iraní y apoderarse del petróleo de Irak. Pero a Bush y los “halcones-gallina” el tiro les salió por la culata. No pueden ganar esa guerra y, para colmo de males, tampoco pueden retirarse. Están condenados a permanecer en un territorio que día a día les cobra, como el viejo Shylock de El Mercader de Venecia, su libra de carne.
El abastecimiento de petróleo se torna cada vez más azaroso: el Medio Oriente se desestabiliza a ojos vista y hasta el propio baluarte saudita está profundamente en cuestión; el Asia Central ya está fuera de control y los amigos de ayer son los bandidos de hoy. En el Africa Occidental, ni Nigeria ni Angola reúnen las condiciones mínimas para garantizar el abastecimiento energético requerido por los Estados Unidos.
En México, el petróleo se está acabando. Queda Venezuela, la Venezuela de Chávez, nada menos. Claro que los gobiernos del primer mundo considerarían una insensatez requerir de sus ciudadanos que moderen su enfermiza propensión al despilfarro energético. Además, esto enfrentaría a la Casa Blanca y sus amigos a la violenta presión del lobby automovilístico, petrolero y aeronáutico, amén de las grandes transnacionales que controlan los agronegocios (y financian las campañas de los “partidos del orden”), por lo que la única “solución” que encuentran estos gobiernos es convertir los alimentos en combustibles. Esto es, dar una nueva vuelta de tuerca a la alienación propia de la economía capitalista que primero convirtió a los alimentos en mercancías y ahora los reconvierte en combustible.
En otras palabras, para sostener el despilfarro del mundo desarrollado será preciso profundizar el hambre en el Sur. Destinadas a producir agroenergéticos, todas las tierras cultivables de Europa apenas abastecerían el 30 por ciento de su consumo de hidrocarburos. La demanda de Estados Unidos, a su vez, requeriría destinar el 121 por ciento de su superficie agrícola a la producción de etanol y biodiesel.
¿De dónde saldría el resto? De la periferia del sistema, ésa que en estos momentos alberga casi mil millones de hambrientos y que, según cálculos conservadores realizados por dos economistas de la Universidad de Minnesota, en caso de que se avance con el acuerdo Bush-Lula, rápidamente se agregarían dos mil millones de hambrientos más.
¿Qué mundo sería ése? Un mundo en donde se provocaría, en aras del derroche inducido por las grandes transnacionales que lucran con ello, la lenta y silenciosa eutanasia de los pobres. Por eso, el líder histórico de los Sin Tierra de Brasil, Joao Pedro Stedile, dijo que el acuerdo Bush-Lula es un “pacto diabólico”, que no sólo condena a la mitad de la población mundial al exterminio, sino que, además, significa dar rienda suelta a la depredación del medio ambiente en una escala jamás conocida en el planeta.
Los biocombustibles son un arma letal en contra de la humanidad, cuya viabilidad exige practicar un genocidio. Y, más en el corto plazo, es una estrategia destinada a debilitar la creciente influencia de Chávez en América latina. Es una lástima que Lula, que prometió garantizar para todos los brasileños tres comidas al día y no lo logró, se preste ahora a un juego tan sórdido como el que le propuso la Casa Blanca.
Por Atilio A. Borón. Director del PLED, el Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales del Centro Cultural de la Cooperación.
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