martes, junio 26, 2007

Crónicas VyQ: De la sutileza en la argumentación

Por Conrado Ferre

Hay un tipo, acá en Esquel, que es, según él mismo se autodefine, un coleccionista de sutilezas. Él condenaría, más por lógica que porque sea purista, una redundancia como “según él mismo se autodefine”. Su nombre no viene a cuento (otro más que quiere mantenerse en el anonimato, como si la fama fuera una especie de peste que puede tomarlo a uno a la vuelta de la esquina). Caminábamos el otro día por Alvear, llegando a la avenida Perón (o Holdich, para los nic) para el lado del arroyo. “Yo soy machista”, me decía, “pero no por prejuicioso”. Le pedí explicaciones. “Lo mío es científico, trabajo de campo”, me explicó. “Durante toda mi vida cultivé una forma inteligente de seducción. Por eso soy soltero”. Hizo una pausa para recordar o para lamentar su soltería, no sé. “A cada mujer que me interesaba –y sólo me interesaban las más inteligentes– les enviaba un mensaje cifrado: el desprecio. Era tanta la diferencia que yo ponía entre el modo de tratar a cualquiera de sus amigas y el modo de tratar a la mujer en cuestión, que no cabía otra lectura que un enamoramiento apasionado”. “Curiosísimo”, me limité a acotar. “Ninguna, en los 45 años que tengo, se dio cuenta”. Pensé en varias respuestas, por ejemplo “¿no será que sos un pelotudo?” o en una, si se quiere, más agresiva “¿pensaste en un psicólogo?”. Pero me decidí por algo más sincero, quiero decir, por argumentar: “si fueras gay”, le dije, “estarías diciendo lo mismo de los hombres, ¿no?”. Pensé que iba a levantar el tono de voz, que iba a reaccionar frente a un golpe tan bien asestado. Pero no. “Si fuera gay”, dijo continuando mi razonamiento, “tendría algo de mujer” (en su prejuicio, era lógico) “con lo cual sería un poco estúpido. Así que probablemente pensara eso de los hombres; pero el mío, como el de cualquier mujer o similar, no sería un juicio fiable”. Me detuve un momento porque pensé que iba a ingresar a gendarmería (justo pasábamos por la puerta), pero siguió de largo y luego se detuvo a su vez, esperándome. Aproveché la pausa para pensar cómo podía uno argumentar pero también convencer. Debería usar sus propios argumentos para llegar a una conclusión diferente, pensé, y recordé que Platón o alguna otra vajilla griega decía que para poder discutir hay que tener antes una base de acuerdo.
Probé con “¿no pensás que si yo digo blanco no tengo derecho a pretender que vos entiendas negro?”. Me miró como con lástima: “sos demasiado lógico..., hay contextos para todo”. Perdí la cabeza, olvidé la filosofía clásica y opté por “sos un imbécil”. Se ofendió. “No serás un putito reprimido vos? te veo medio cara de putito”. Tome un bloque de hielo que había quedado en el asfalto y se lo tiré a la cara. Le saltaron dos dientes y mucha sangre, y cuando se quitó la mano, su boca era un amasijo de carne hinchada. Sin embargo seguía repitiendo: “budido... budido... fof um budido”. Entendía que todo me condenaba. Mi reacción violenta hacia su acusación o bien la hacía más creíble ante cualquier observador externo o bien era un síntoma de mi propio machismo. No me importó. Cuando me fui calmando, en el camino hacia casa, intenté pensar cómo había llegado tan repentinamente a la violencia. En algún momento habíamos abandonado el terreno de las sutilezas especulativas y yo no me había enterado hasta que lo había visto sangrar. A veces me asusto a mí mismo. Milagros estaba haciendo la comida cuando llegué. “Dejá”, le dije, “no cocines. Vamos a comer afuera”. Nos arreglamos un poco y salimos. Abrí la puerta y pasé delante de ella mientras sacaba la billetera: “Y tomá. Pagá vos”.

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