Por Conrado Ferre
Antes de venir a Esquel Emilio me dijo que en el sur, lo contrario de NYC (nacidos y criados) era VYC (venidos y quedados). Cuando llegué nadie conocía esta segunda versión: fue la primera diferencia entre la realidad y mi Esquel imaginario. Pero como todo lo que es diferente es diferente de algo, el Esquel que acuñé durante mis insomnios en La Plata siguió trabajando como telón de fondo, como una pantalla sobre la que se proyectan las diferencias.
Cuando empecé a ver en cada cosa un contraste, me acordé de Marcela. Una tarde en La Plata, hacía ya años, mientras comíamos gomitas de eucalipto sentados en un banco de plaza, Marcela me había contado su frustrada residencia en Esquel.
—Yo fui a buscar algo inexistente— ella era así, encaraba las charlas desde la perspectiva filosófica —y el primer amigo que tuve me bajó de un hondazo.
Se refería a un NYC de pura cepa cuyo nombre voy a ocultar –por cuestiones éticas y de respeto hacia la privacidad del prójimo, pero sobre todo porque no lo recuerdo– tras el seudónimo de, pongamos, Pepe. El tal Pepe acababa de salir de un corto arresto.
Marcela me contó, entre un bocinazo y otro, que Pepe odiaba Esquel. Le decía que eran puros milicos y que ni siquiera se podía uno fumar un faso tranquilo. “Hasta la izquierda –decía Marcela que decía Pepe– es conservadora. De un lado marxistas dogmáticos y del otro SS”.
Le dije que su amigo tendía a ser un poco reduccionista.
—No creo que lo pensara realmente— me contestó —acababa de salir de la cana y estaba con bronca. Además él mismo no era ni una cosa ni la otra. El segundo tipo que conocí— siguió Marcela fumándose la nube negra que largó un bondi —ejm... ejm... era guardaparque. Una noche, mitad en broma mitad en serio, me dijo que si lograba ver un huemul le avisara, porque apenas había, y que un monito de no sé qué especie por el que yo le había preguntado era un invento más grande que los seamonkeys. Nada, que pegué la vuelta a los dos meses, más desilusionada que si hubiera hablado con el Che y me hubiera confesado que cobraba un sueldo de la KGB.
Por ese entonces yo todavía no soñaba con hacer el mismo intento de Marcela, vale decir, probar suerte acá, en Esquel. Pero ella se excusó como si lo previera:
—Pero la idiota es una, que va a buscar un lugar fuera del mundo. Y cuando bajás, bajás. Es como si cada habitante del pueblo te dijera “hola imbécil, estamos en Argentina, no en Saturno”.
Por primera vez en los veinte minutos que llevaba nuestra charla Marcela se quedó callada un buen rato. Miró la estela blanca de un avión a chorro y se llevó otra gomita de eucalipto a la boca. Parecía estar concentrada en algo. Yo pensé que era el momento para meter un bocadillo, y se me ocurrió decirle que muchos podían incluso enojarse porque ella usara la palabra pueblo en vez de ciudad, aunque para ella fuera más entrañable. Pero me pareció que ya estaba bastante desilusionada.
Si algo nos enseña esta historia (pero no nos enseña absolutamente nada) es lo siguiente: la experiencia ajena le puede servir más a uno que a la propia persona que vivió esa experiencia. He aquí una coda con improbable moraleja: la semana pasada –o sea dos o tres años después de esa charla– Marcela llamó a casa desde La Plata. Su imaginario sureño había reverdecido increíblemente: preguntó si estábamos calentándonos con leña. “No, Marce”, le dije, “hay estufas a gas”. “¿A gas?”. “A gas, Marce, gas. Como allá”. “Ah...”
Cuando corté me quedé pensando en mis propias expectativas. No había venido a buscar huemules ni monitos; no había venido a hacer ni patria ni la revolución. ¿Qué esperaba yo de Esquel? De pronto todos los ruidos del ambiente se amortiguaron. Milagros, mi novia, se paró y fue hasta la ventana. Corrió apenas la cortina con el dorso de la mano y se asomó. Un resplandor muy suave se filtró en la habitación y le dio en la cara. La miré y pensé que sería una buena foto (un fino equilibrio al borde de lo cursi). La pregunta había quedado flotando en el aire como tantas. Me miró sonriendo: “Está nevando”, dijo, “está todo blanco”.
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