Por Conrado Ferre
“Mis ojos clavados en la puerta por donde debía entrar, esperaban con impaciencia el momento de su aparición. Entró por fin, con su sombrero en la mano, con la modestia y apocamiento de un hombre común. ¡Qué diferente le hallé del tipo que yo me había formado, oyendo las descripciones hiperbólicas que me habían hecho de él sus admiradores en América! Por ejemplo: Yo le esperaba más alto, y no es sino un poco más alto que los hombres de mediana estatura. Yo le creía un indio, como tantas veces me lo habían pintado, y no es más que un hombre de color moreno, de los temperamentos biliosos. Yo le suponía grueso, y si bien lo está más que cuando hacía la guerra en América, me ha parecido más bien delgado; yo creía que su aspecto y porte debían tener algo grave y solemne; pero lo hallé vivo y fácil en sus ademanes, y su marcha, aunque grave, desnuda de todo viso de afectación. Me llamó la atención su metal de voz, notablemente gruesa y varonil. Habla sin la menor afectación, con toda la llaneza de un hombre común. Al ver el modo cómo se consideraba él mismo, se diría que este hombre no había hecho nada de notable en el mundo.” Así recordaba Juan Bautista Alberdi al general San Martín, cuando lo conoció en Bulogne-sur-Mer.
Una versión bastante increíble dice que Sarmiento dijo al morir: “Siento que el frío del bronce invade mis pies”. Más allá de lo difícil que resulta imaginarse a una persona que dice eso y, a la vez, muere, la frase admite ser leída, no como el presagio de la gloria, sino como el anuncio de una condena. Cubrir a un hombre con bronce, transformarlo en un héroe, es prepararlo para que su vida sea completamente ignorada. Supone la intención de ocultar sus contradicciones, sus bajezas o sus temores. Algunos de nuestros héroes nacionales están bien protegidos tras ese bronce. Otros, como San Martín, como Belgrano, como Moreno, como Alberdi, no lo necesitan. Hace 157 años moría una persona que volvió a la tierra en que había nacido para jugarse la vida en campos de batalla –porque antes los generales iban a la guerra–, una persona que, en Chacabuco, bajó de la montaña y venció a un ejército tras haber cruzado Los Andes en 15 días ¿A alguien le importa si fue en burro o en un caballo blanco? Una persona que en esa campaña luchó no sólo contra un poder imperialista, sino también contra quienes debían apoyarlo y no lo hicieron, que cuando decía patria decía también Chile y decía en fin –como Bolívar, como Martí– América. Cumplida su misión prescindió de los reconocimientos. ¿Cuánto pesan esos hechos al lado del debate alrededor del sable corvo que legó a Rosas? Su compromiso con la causa revolucionaria resiste perfectamente que la tradición escolar haya puesto un caballo blanco donde había un burro. Su compromiso llama al compromiso, llama a pensar qué otras revoluciones nos están faltando. Hay héroes que pueden volverse peligrosamente actuales. Salvo, claro, que los cubramos de bronce.
“Mis ojos clavados en la puerta por donde debía entrar, esperaban con impaciencia el momento de su aparición. Entró por fin, con su sombrero en la mano, con la modestia y apocamiento de un hombre común. ¡Qué diferente le hallé del tipo que yo me había formado, oyendo las descripciones hiperbólicas que me habían hecho de él sus admiradores en América! Por ejemplo: Yo le esperaba más alto, y no es sino un poco más alto que los hombres de mediana estatura. Yo le creía un indio, como tantas veces me lo habían pintado, y no es más que un hombre de color moreno, de los temperamentos biliosos. Yo le suponía grueso, y si bien lo está más que cuando hacía la guerra en América, me ha parecido más bien delgado; yo creía que su aspecto y porte debían tener algo grave y solemne; pero lo hallé vivo y fácil en sus ademanes, y su marcha, aunque grave, desnuda de todo viso de afectación. Me llamó la atención su metal de voz, notablemente gruesa y varonil. Habla sin la menor afectación, con toda la llaneza de un hombre común. Al ver el modo cómo se consideraba él mismo, se diría que este hombre no había hecho nada de notable en el mundo.” Así recordaba Juan Bautista Alberdi al general San Martín, cuando lo conoció en Bulogne-sur-Mer.
Una versión bastante increíble dice que Sarmiento dijo al morir: “Siento que el frío del bronce invade mis pies”. Más allá de lo difícil que resulta imaginarse a una persona que dice eso y, a la vez, muere, la frase admite ser leída, no como el presagio de la gloria, sino como el anuncio de una condena. Cubrir a un hombre con bronce, transformarlo en un héroe, es prepararlo para que su vida sea completamente ignorada. Supone la intención de ocultar sus contradicciones, sus bajezas o sus temores. Algunos de nuestros héroes nacionales están bien protegidos tras ese bronce. Otros, como San Martín, como Belgrano, como Moreno, como Alberdi, no lo necesitan. Hace 157 años moría una persona que volvió a la tierra en que había nacido para jugarse la vida en campos de batalla –porque antes los generales iban a la guerra–, una persona que, en Chacabuco, bajó de la montaña y venció a un ejército tras haber cruzado Los Andes en 15 días ¿A alguien le importa si fue en burro o en un caballo blanco? Una persona que en esa campaña luchó no sólo contra un poder imperialista, sino también contra quienes debían apoyarlo y no lo hicieron, que cuando decía patria decía también Chile y decía en fin –como Bolívar, como Martí– América. Cumplida su misión prescindió de los reconocimientos. ¿Cuánto pesan esos hechos al lado del debate alrededor del sable corvo que legó a Rosas? Su compromiso con la causa revolucionaria resiste perfectamente que la tradición escolar haya puesto un caballo blanco donde había un burro. Su compromiso llama al compromiso, llama a pensar qué otras revoluciones nos están faltando. Hay héroes que pueden volverse peligrosamente actuales. Salvo, claro, que los cubramos de bronce.
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