Por Conrado Ferre
Si hiciera falta presentarlo, Enrique Vila-Matas es un escritor de cierto renombre en Barcelona que tiene títulos tan atractivos como Suicidios ejemplares (1991) y libros ingeniosos como Historia abreviada de la literatura portátil (1985). Como todos, con el tiempo se vio en la vorágine editorial y se dio a publicar las ideas más o menos peregrinas que le van surgiendo, notas sobre literatura y literatos, sus opiniones sobre España y Barcelona, en fin, cosas que interesarían si Vila-Matas fuera, digamos, Borges, y si además estuviera muerto (circunstancia que suele acarrear entre las editoriales encarnizadas guerras para publicar textos de poca monta). Dietario voluble (2008) –de tal libro se está hablando– es un compendio de jactancias y unas pocas cosas más. Mi amigo Fernando, con sus modos de carnicero, acuñó la frase “la literatura española bajó la persiana en el siglo de oro”. Pero como decía Borges que decía no sé quién, ningún libro es tan malo como para no tener algo bueno, sentencia que mejora si se la invierte y en la que “libro” vale por poema, película, cuento, etc. De paso, liquida cualquier intento de hacer un juicio totalizante sobre cualquier obra. El caso es que Vila-Matas, entre jactancia y jactancia, cuenta cosas interesantes. En Dietario… leí dos datos que me llamaron la atención porque constituían lo que los malos periodistas llaman, errándole al sentido estricto de la palabra, “una paradoja”. Llamémosle, con paráfrasis, informaciones que contrastan. Anuncio: vamos a hablar de Tokio y de temas que vienen a cuento de nada. La primera es que en Tokio, entonces, es muy común que la gente vaya por la calle con una valija. Este dato surrealista a primera vista tiene su explicación: parece que no les alcanza el día para recorrer toda la ciudad y volver a sus casas, entonces suelen ir por ahí con su ropa a cuestas. No se trata de un equivalente japonés del flâneur, el paseante baudeleriano. Las razones son laborales. Me imagino que llevar una valija por Tokio, siendo tokiota (es así, lo busqué en el diccionario), debe tener alguna significación social, tal vez de prestigio, tal vez lo contrario, de asalariado. Hice entonces lo primero que cualquiera haría, me metí en el Google Earth –súper adictivo–, y volé hasta Tokio. Cuando era un adolescente que recién empezaba a vivir solo, me fui unos días de vacaciones y dejé la basura sobre diarios, adentro del departamento. Cuando volví, el departamento estaba lleno de moscas. Levanté todo y abajo estaba plagado de larvas blancas retorciéndose. No quiero ser desagradable, pero ver Tokio me dio la misma sensación, la certeza de que somos una verdadera plaga, como en un extrañamiento. Pero estaba en otra cosa (la arborescencia de Internet se me está transformando en una manera de pensar). En esa acumulación humana, entonces, la gente anda con valija. La otra información se da varias páginas más adelante: en Tokio también, han bautizado un nuevo síndrome adolescente y post-adolescente con el nombre de hikikomori (inhibición, reclusión, aislamiento). Se trata de solteros parásitos de familias pudientes (pero tampoco demasiado adineradas) que se encierran en su habitación a vivir una vida exclusivamente virtual, o a veces ni eso, sin salir durante meses y a veces años. Como cualquiera puede advertir, se trata de la contracara del primer fenómeno. La conclusión podría ser que los japoneses están majaretas. Pero nada mejor que una conclusión para suspender la voluntad de conocimiento: concluir no es una operación de la epistemología, sino su detenimiento.
Me pongo a investigar en Internet como un hikikomori. La velocidad cibernética me rasga los ojos sin fumar nada. Lo primero que surge en la definición de un hikikomori (la palabra sirve para el individuo y para el fenómeno) es el estigma de enfermedad. No freak, que hasta alberga cierta simpatía, sino enfermo. Hikikomori, para cualquiera que recién ingresa al concepto, es lo anormal. Hasta aparecen vampirizados: “prefieren las actividades puertas adentro, pero en ocasiones salen, aunque si lo hacen, prefieren hacerlo de noche”. Wikipedia reafirma la idea, dice que los hikikomori suelen estar “surfing the Internet, reading, listening to music, and other non-social activities”. Inmediatamente me pongo a la defensiva: ¿por qué “non-socials”?, pienso. Chatear, por ejemplo, participar de una página wiki o 2.0, participar de programas de código abierto o de un foro, me parecen actividades de lo más sociales en el mejor de los sentidos. Unas líneas más adelante aparece una atenuación de la enfermedad (el encabezado anuncia que la nota ha sido reconocida por su imparcialidad). Dice que algunos, aunque raramente, suelen ganar grandes sumas de dinero, como Takashi Kotegawa, que de 14.000 dólares hizo 152 millones. En este punto –el dinero todo lo puede– se ha vuelto social el asocial. Pareciera que ante un fenómeno nuevo vuelven a reproducirse, aquí y ahora, las definiciones de normalidad y anormalidad que funcionan en nuestras sociedades, ya prácticamente idénticas de un extremo a otro del planeta. Sociedades de consumo al fin, se requiere gente pragmática en New York tanto como en Tokio. Llevar una valija por una ciudad desmesurada es una cuestión de utilidades. La reclusión y la inmovilidad no tienen justificación aceptable: si no producen ganancias, son patológicas.
Esta deriva (este webeo, diría un vivillo) me produce ganas de conocer algo más concreto, detalles. Por suerte, en uno de los artículos doy con la primera novela, una novela liviana, cuyo protagonista es un hikikomori: Welcome to de NHK, de Tatsuhiko Takimoto. Existe versión en castellano y también, por supuesto, el manga. No sé de qué novela estamos hablando, pero me alegro porque supongo que el tratamiento literario me va a dar una visión menos esquemática sobre el tema, más blanda o ambigua. Una fe injustificada. Hablar o escribir es hacerse cargo de mundos imaginarios, pero la literatura es el único discurso sobre la realidad que no reniega de su naturaleza imaginaria. En los próximos días me dispongo a volar hasta Tokio (vista cenital, zoom descendente) para ver el corazón de un individuo perdido entre millones de larvas.
Si hiciera falta presentarlo, Enrique Vila-Matas es un escritor de cierto renombre en Barcelona que tiene títulos tan atractivos como Suicidios ejemplares (1991) y libros ingeniosos como Historia abreviada de la literatura portátil (1985). Como todos, con el tiempo se vio en la vorágine editorial y se dio a publicar las ideas más o menos peregrinas que le van surgiendo, notas sobre literatura y literatos, sus opiniones sobre España y Barcelona, en fin, cosas que interesarían si Vila-Matas fuera, digamos, Borges, y si además estuviera muerto (circunstancia que suele acarrear entre las editoriales encarnizadas guerras para publicar textos de poca monta). Dietario voluble (2008) –de tal libro se está hablando– es un compendio de jactancias y unas pocas cosas más. Mi amigo Fernando, con sus modos de carnicero, acuñó la frase “la literatura española bajó la persiana en el siglo de oro”. Pero como decía Borges que decía no sé quién, ningún libro es tan malo como para no tener algo bueno, sentencia que mejora si se la invierte y en la que “libro” vale por poema, película, cuento, etc. De paso, liquida cualquier intento de hacer un juicio totalizante sobre cualquier obra. El caso es que Vila-Matas, entre jactancia y jactancia, cuenta cosas interesantes. En Dietario… leí dos datos que me llamaron la atención porque constituían lo que los malos periodistas llaman, errándole al sentido estricto de la palabra, “una paradoja”. Llamémosle, con paráfrasis, informaciones que contrastan. Anuncio: vamos a hablar de Tokio y de temas que vienen a cuento de nada. La primera es que en Tokio, entonces, es muy común que la gente vaya por la calle con una valija. Este dato surrealista a primera vista tiene su explicación: parece que no les alcanza el día para recorrer toda la ciudad y volver a sus casas, entonces suelen ir por ahí con su ropa a cuestas. No se trata de un equivalente japonés del flâneur, el paseante baudeleriano. Las razones son laborales. Me imagino que llevar una valija por Tokio, siendo tokiota (es así, lo busqué en el diccionario), debe tener alguna significación social, tal vez de prestigio, tal vez lo contrario, de asalariado. Hice entonces lo primero que cualquiera haría, me metí en el Google Earth –súper adictivo–, y volé hasta Tokio. Cuando era un adolescente que recién empezaba a vivir solo, me fui unos días de vacaciones y dejé la basura sobre diarios, adentro del departamento. Cuando volví, el departamento estaba lleno de moscas. Levanté todo y abajo estaba plagado de larvas blancas retorciéndose. No quiero ser desagradable, pero ver Tokio me dio la misma sensación, la certeza de que somos una verdadera plaga, como en un extrañamiento. Pero estaba en otra cosa (la arborescencia de Internet se me está transformando en una manera de pensar). En esa acumulación humana, entonces, la gente anda con valija. La otra información se da varias páginas más adelante: en Tokio también, han bautizado un nuevo síndrome adolescente y post-adolescente con el nombre de hikikomori (inhibición, reclusión, aislamiento). Se trata de solteros parásitos de familias pudientes (pero tampoco demasiado adineradas) que se encierran en su habitación a vivir una vida exclusivamente virtual, o a veces ni eso, sin salir durante meses y a veces años. Como cualquiera puede advertir, se trata de la contracara del primer fenómeno. La conclusión podría ser que los japoneses están majaretas. Pero nada mejor que una conclusión para suspender la voluntad de conocimiento: concluir no es una operación de la epistemología, sino su detenimiento.
Me pongo a investigar en Internet como un hikikomori. La velocidad cibernética me rasga los ojos sin fumar nada. Lo primero que surge en la definición de un hikikomori (la palabra sirve para el individuo y para el fenómeno) es el estigma de enfermedad. No freak, que hasta alberga cierta simpatía, sino enfermo. Hikikomori, para cualquiera que recién ingresa al concepto, es lo anormal. Hasta aparecen vampirizados: “prefieren las actividades puertas adentro, pero en ocasiones salen, aunque si lo hacen, prefieren hacerlo de noche”. Wikipedia reafirma la idea, dice que los hikikomori suelen estar “surfing the Internet, reading, listening to music, and other non-social activities”. Inmediatamente me pongo a la defensiva: ¿por qué “non-socials”?, pienso. Chatear, por ejemplo, participar de una página wiki o 2.0, participar de programas de código abierto o de un foro, me parecen actividades de lo más sociales en el mejor de los sentidos. Unas líneas más adelante aparece una atenuación de la enfermedad (el encabezado anuncia que la nota ha sido reconocida por su imparcialidad). Dice que algunos, aunque raramente, suelen ganar grandes sumas de dinero, como Takashi Kotegawa, que de 14.000 dólares hizo 152 millones. En este punto –el dinero todo lo puede– se ha vuelto social el asocial. Pareciera que ante un fenómeno nuevo vuelven a reproducirse, aquí y ahora, las definiciones de normalidad y anormalidad que funcionan en nuestras sociedades, ya prácticamente idénticas de un extremo a otro del planeta. Sociedades de consumo al fin, se requiere gente pragmática en New York tanto como en Tokio. Llevar una valija por una ciudad desmesurada es una cuestión de utilidades. La reclusión y la inmovilidad no tienen justificación aceptable: si no producen ganancias, son patológicas.
Esta deriva (este webeo, diría un vivillo) me produce ganas de conocer algo más concreto, detalles. Por suerte, en uno de los artículos doy con la primera novela, una novela liviana, cuyo protagonista es un hikikomori: Welcome to de NHK, de Tatsuhiko Takimoto. Existe versión en castellano y también, por supuesto, el manga. No sé de qué novela estamos hablando, pero me alegro porque supongo que el tratamiento literario me va a dar una visión menos esquemática sobre el tema, más blanda o ambigua. Una fe injustificada. Hablar o escribir es hacerse cargo de mundos imaginarios, pero la literatura es el único discurso sobre la realidad que no reniega de su naturaleza imaginaria. En los próximos días me dispongo a volar hasta Tokio (vista cenital, zoom descendente) para ver el corazón de un individuo perdido entre millones de larvas.
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interesante artículo, muy buena pluma
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