Por Conrado Ferre
Lady Margaret Lucas Cavendish escribió ficción, no ficción y tal vez ficción. Teorizó en el aire y cayó parada. La rescató el feminismo, pero Virginia Wolf la trató de pepino. Hágase súbdito
“Mad” Marge es un personaje de lo más extraño. Su costado banderizo y osado le valió el rescate del feminismo, que siempre exagera un poco la épica de sus heroínas. Pero además las acartona, y ésta es una chiflada de lo más atractiva, que se puede disfrutar al margen de esas lecturas, o paralelamente, si se quiere.
Vamos a acomodarnos para el viaje: se trata de Lady Margaret Lucas Cavendish, duquesa de Newcastle (1623-1673). El duque, William Cavendish, era un hombre influyente de la corte de Carlos I, de modo que él y su mujer acompañaron a los reyes en los vaivenes políticos que los llevaron de la isla británica al continente. Su esposo le abrió varias puertas (nada de guarangadas), por ejemplo la de la Royal Society londinense, en el encuentro de ciencias de 1667. La conocí porque sus Atomic Poems fueron musicalizados hace poco. Como le hubiera pasado a cualquiera, el nombre del poemario llamó mi atención.
La primera vez que la vi, justamente, estaba entrando a la Royal Society. La acompañaba un séquito servil de regordetes con peluca empolvada y llevaba un vestido diseñado por ella misma: cola de seis metros de largo manejada a razón de una doncella por metro. En general –lo supe después– era tildada de excéntrica por sus modales y por cierta androginia que no sé muy bien en qué consistía. Una mujer con fama de excéntrica en pleno barroco, plétora de excentricidades. Ávida de renombre, todo lo demás era sólo un medio. Entre 1653 y 1671 publicó literatura, libros científicos y filosóficos en los que discutió con las autoridades de su época (hombres, por supuesto). Empezaba a aburrirme cuando leí los poemas atómicos, una serie de encantadoras suposiciones, de lo más arbitrarias, acerca de cómo está compuesto el mundo. La Duquesa discutía con la hegemonía de su época, sí, y mandaba fruta a lo pavote. Pero todos lo hacían. A mis ojos eso la hizo más entrañable y, en todo caso, le sumó atrevimiento.
Más adelante conocí rasgos que me llamaron la atención por su actualidad. Por cierto, era un personaje absolutamente extemporáneo por más de una razón: escribió uno de los primeros ejemplos de novela sci-fi, The description of a new World called Blazing World, donde la narradora –además de repetir una palabra tranquilamente en pleno título– invade un país (se sugiere Inglaterra) con hombres-pájaro, hombres-pez y piedras de fuego, posa en toga e invita a los lectores a convertirse en sus súbditos. Además, en su primera publicación, defendió la escritura femenina con una metáfora de raíz etimológica (y un argumento, en su caso) que la teoría literaria no descubriría sino hasta el posestrucutralismo: no se ve mal que tejamos, dice, pero “escribir poesía es tejer con el cerebro” (Prefacio a Poems and Fancies, 1653).
Después, nuestra relación comenzó a enrarecerse. No en un mal sentido, se hizo muy interesante: identidades veladas, paralelismos con algún desplazamiento sugestivo, ambigüedades. En el barroco gustan las máscaras y en nuestra época también. La realidad, entonces, se hizo más inestable.
Me llamó la atención una coincidencia. En 1663, “Mad” Marge escribió un epistolario apócrifo en el que discutía las ideas de Hobbes, Descartes y algún otro (Philosophical Letters, 1663). En México, Sor Juana (1651 o 48-1695), en la Respuesta a Sor Filotea, discute acerca de teología con las autoridades eclesiásticas (una actitud que le alcanzaba para ser quemada como bruja, hereje y puta). Pero además, esgrime y hace gala de un saber secular muy mal visto por esas mismas autoridades (suficiente, entonces, para quemarla y después quemar sus cenizas). Sor Filotea es también un nombre falso: se trata de Manuel Fernández de Santa Cruz, Obispo de Puebla, que en un gesto de lo más andrógino, había enmascarado su nombre tras una identidad femenina para amonestar a la pobre Sor Juana por un escrito anterior.
Todavía no había salido de estas sorpresas, cuando todo comenzó a ser todavía mucho más moderno: la verdad científica tambaleó. Parece que la costumbre de apoyar las aseveraciones de la ciencia con experimentos no pertenece sino a una época avanzada. En el siglo XVII, leo por ahí, si bien ya había una efervescencia de laboratorio, no se consideraban indispensables cuando había buenos argumentos (por ejemplo, imagino: debajo de la tierra hay un imán… ¿qué? ¿no se caen las cosas acaso?) Nuestra aristócrata de larga cola, en Atomic Poems se tiraba a la pileta a ver si acertaba alguna. Pero como era cualquier cosa menos tonta, usaba la poesía como salvaguarda. Esta es su forma de borrar las fronteras entre la literatura y el discurso científico:
“No puedo decir que no haya oído hablar de átomos, figuras, movimientos y materia, pero no lo he razonado exhaustivamente. Si me equivoco, no tiene mucha importancia, porque mi discurso sobre esos aspectos no tiene que ser tomado como auténtico: así, si hay algo que valga la pena resaltar es una buena oportunidad; si no, ningún daño se ha hecho, ningún tiempo se ha perdido […]. Y la razón por la que escribo en verso es porque creo que los errores se disimulan más en la poesía que en la prosa, ya que los poetas escriben más ficción, y la ficción no se da como verdad, sino como pasatiempo”. (cursiva mía)
Por cada Darwin que acertó con sus teorías, la historia de la ciencia tiene mil intentos disparatados que son mucho más entretenidos de leer. La teoría de Marge es más o menos como sigue: la materia está compuesta por cuatro elementos: fuego, tierra, aire y agua. Estos elementos (puros o mezclados en diferentes proporciones) están compuestos a su vez por átomos de diferentes formas. Los del fuego son puntiagudos; los de la tierra, cuadrados y llanos; los del aire, largos, rectos y huecos; los del agua, redondos y huecos. Forman en armonía todo lo que vemos en el mundo natural, pero si están en desacuerdo y luchan, sobrevienen la enfermedad y la muerte. Así se arma una teoría científica valiéndose de una lógica poética.
Para terminar, el juicio de Virginia Wolf: “¡Qué espectáculo de soledad y rebelión ofrece el pensamiento de Margaret Cavendish! Parece como si un pepino gigante hubiera invadido las rosas y los claveles del jardín y los hubiera ahogado. Es una lástima que la mujer que escribió: ‘Las mujeres mejor educadas son aquellas cuya mente es más refinada’ perdiera el tiempo garabateando tonterías y hundiéndose cada vez más en la oscuridad y la locura, hasta el punto que la gente se agrupaba alrededor de su carroza cuando salía. Naturalmente, la loca duquesa se convirtió en el coco con que se asustaba a las chicas inteligentes” (Una habitación propia)
Pido disculpas por lo extenso de las citas e invito a los súbditos de Lady Margaret Lucas Cavendish (“Mad” Marge), Duquesa de Newcastle, Escritora, Científica y Filósofa a la Violeta, a leer algunos de sus poemas atómicos, pura ciencia especulativa.
Lady Margaret Lucas Cavendish escribió ficción, no ficción y tal vez ficción. Teorizó en el aire y cayó parada. La rescató el feminismo, pero Virginia Wolf la trató de pepino. Hágase súbdito
“Mad” Marge es un personaje de lo más extraño. Su costado banderizo y osado le valió el rescate del feminismo, que siempre exagera un poco la épica de sus heroínas. Pero además las acartona, y ésta es una chiflada de lo más atractiva, que se puede disfrutar al margen de esas lecturas, o paralelamente, si se quiere.
Vamos a acomodarnos para el viaje: se trata de Lady Margaret Lucas Cavendish, duquesa de Newcastle (1623-1673). El duque, William Cavendish, era un hombre influyente de la corte de Carlos I, de modo que él y su mujer acompañaron a los reyes en los vaivenes políticos que los llevaron de la isla británica al continente. Su esposo le abrió varias puertas (nada de guarangadas), por ejemplo la de la Royal Society londinense, en el encuentro de ciencias de 1667. La conocí porque sus Atomic Poems fueron musicalizados hace poco. Como le hubiera pasado a cualquiera, el nombre del poemario llamó mi atención.
La primera vez que la vi, justamente, estaba entrando a la Royal Society. La acompañaba un séquito servil de regordetes con peluca empolvada y llevaba un vestido diseñado por ella misma: cola de seis metros de largo manejada a razón de una doncella por metro. En general –lo supe después– era tildada de excéntrica por sus modales y por cierta androginia que no sé muy bien en qué consistía. Una mujer con fama de excéntrica en pleno barroco, plétora de excentricidades. Ávida de renombre, todo lo demás era sólo un medio. Entre 1653 y 1671 publicó literatura, libros científicos y filosóficos en los que discutió con las autoridades de su época (hombres, por supuesto). Empezaba a aburrirme cuando leí los poemas atómicos, una serie de encantadoras suposiciones, de lo más arbitrarias, acerca de cómo está compuesto el mundo. La Duquesa discutía con la hegemonía de su época, sí, y mandaba fruta a lo pavote. Pero todos lo hacían. A mis ojos eso la hizo más entrañable y, en todo caso, le sumó atrevimiento.
Más adelante conocí rasgos que me llamaron la atención por su actualidad. Por cierto, era un personaje absolutamente extemporáneo por más de una razón: escribió uno de los primeros ejemplos de novela sci-fi, The description of a new World called Blazing World, donde la narradora –además de repetir una palabra tranquilamente en pleno título– invade un país (se sugiere Inglaterra) con hombres-pájaro, hombres-pez y piedras de fuego, posa en toga e invita a los lectores a convertirse en sus súbditos. Además, en su primera publicación, defendió la escritura femenina con una metáfora de raíz etimológica (y un argumento, en su caso) que la teoría literaria no descubriría sino hasta el posestrucutralismo: no se ve mal que tejamos, dice, pero “escribir poesía es tejer con el cerebro” (Prefacio a Poems and Fancies, 1653).
Después, nuestra relación comenzó a enrarecerse. No en un mal sentido, se hizo muy interesante: identidades veladas, paralelismos con algún desplazamiento sugestivo, ambigüedades. En el barroco gustan las máscaras y en nuestra época también. La realidad, entonces, se hizo más inestable.
Me llamó la atención una coincidencia. En 1663, “Mad” Marge escribió un epistolario apócrifo en el que discutía las ideas de Hobbes, Descartes y algún otro (Philosophical Letters, 1663). En México, Sor Juana (1651 o 48-1695), en la Respuesta a Sor Filotea, discute acerca de teología con las autoridades eclesiásticas (una actitud que le alcanzaba para ser quemada como bruja, hereje y puta). Pero además, esgrime y hace gala de un saber secular muy mal visto por esas mismas autoridades (suficiente, entonces, para quemarla y después quemar sus cenizas). Sor Filotea es también un nombre falso: se trata de Manuel Fernández de Santa Cruz, Obispo de Puebla, que en un gesto de lo más andrógino, había enmascarado su nombre tras una identidad femenina para amonestar a la pobre Sor Juana por un escrito anterior.
Todavía no había salido de estas sorpresas, cuando todo comenzó a ser todavía mucho más moderno: la verdad científica tambaleó. Parece que la costumbre de apoyar las aseveraciones de la ciencia con experimentos no pertenece sino a una época avanzada. En el siglo XVII, leo por ahí, si bien ya había una efervescencia de laboratorio, no se consideraban indispensables cuando había buenos argumentos (por ejemplo, imagino: debajo de la tierra hay un imán… ¿qué? ¿no se caen las cosas acaso?) Nuestra aristócrata de larga cola, en Atomic Poems se tiraba a la pileta a ver si acertaba alguna. Pero como era cualquier cosa menos tonta, usaba la poesía como salvaguarda. Esta es su forma de borrar las fronteras entre la literatura y el discurso científico:
“No puedo decir que no haya oído hablar de átomos, figuras, movimientos y materia, pero no lo he razonado exhaustivamente. Si me equivoco, no tiene mucha importancia, porque mi discurso sobre esos aspectos no tiene que ser tomado como auténtico: así, si hay algo que valga la pena resaltar es una buena oportunidad; si no, ningún daño se ha hecho, ningún tiempo se ha perdido […]. Y la razón por la que escribo en verso es porque creo que los errores se disimulan más en la poesía que en la prosa, ya que los poetas escriben más ficción, y la ficción no se da como verdad, sino como pasatiempo”. (cursiva mía)
Por cada Darwin que acertó con sus teorías, la historia de la ciencia tiene mil intentos disparatados que son mucho más entretenidos de leer. La teoría de Marge es más o menos como sigue: la materia está compuesta por cuatro elementos: fuego, tierra, aire y agua. Estos elementos (puros o mezclados en diferentes proporciones) están compuestos a su vez por átomos de diferentes formas. Los del fuego son puntiagudos; los de la tierra, cuadrados y llanos; los del aire, largos, rectos y huecos; los del agua, redondos y huecos. Forman en armonía todo lo que vemos en el mundo natural, pero si están en desacuerdo y luchan, sobrevienen la enfermedad y la muerte. Así se arma una teoría científica valiéndose de una lógica poética.
Para terminar, el juicio de Virginia Wolf: “¡Qué espectáculo de soledad y rebelión ofrece el pensamiento de Margaret Cavendish! Parece como si un pepino gigante hubiera invadido las rosas y los claveles del jardín y los hubiera ahogado. Es una lástima que la mujer que escribió: ‘Las mujeres mejor educadas son aquellas cuya mente es más refinada’ perdiera el tiempo garabateando tonterías y hundiéndose cada vez más en la oscuridad y la locura, hasta el punto que la gente se agrupaba alrededor de su carroza cuando salía. Naturalmente, la loca duquesa se convirtió en el coco con que se asustaba a las chicas inteligentes” (Una habitación propia)
Pido disculpas por lo extenso de las citas e invito a los súbditos de Lady Margaret Lucas Cavendish (“Mad” Marge), Duquesa de Newcastle, Escritora, Científica y Filósofa a la Violeta, a leer algunos de sus poemas atómicos, pura ciencia especulativa.
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