Por Conrado Ferre
Soy un lector morboso: lo que más recuerdo son los detalles macabros. Y la familia Lugones tiene tantos que bien serviría para un relato gótico. Entiendo que el caso de Pirí no es como para poner al nivel de El castillo de Otranto. No obstante, hay un viejo fantasma en su historia.
Sólo un dato conocido: fue secuestrada en 1978 y es probable que haya sido torturada con una innovación que su padre, el comisario Polo Lugones había introducido en los interrogatorios: la picana eléctrica.
Polo es el huevo de la serpiente, una especie de consumación del mal que, además de ser un amante del progreso en materia de tormentos, se preocupaba porque en la familia no decayera el horror. En su historia y la de su padre los favores se pagan mal, las ánimas se condenan y resurgen en la vida de sus descendientes, siempre de formas terribles. De Leopoldo sólo recordemos que fue la figura más importante del modernismo literario en Argentina y el intelectual más influyente en la vida política de la época. De Polo (Leopoldo hijo) se cuenta un detalle espeluznante que no sé si es cierto, y en todo caso es muy difícil de constatar: de adolescente violaba a las gallinas mientras les retorcía el pescuezo para aumentar su goce (el propio, claro, no el de la gallina). Más rigurosos son otros datos: durante la presidencia de Alvear dirigía un reformatorio de menores y fue procesado por violación de menores (ignoro si los emplumaba). Para cuando lo condenaron había pasado el tiempo, y su padre intercedió ante el presidente Yrigoyen para salvar el honor de la familia (veremos dónde quedó ese honor). Primera ingratitud: Polo quedó en libertad y no obstante, años más tarde, Leopoldo Lugones anunciaba “La hora de la espada”, texto con el que se posicionó como ideólogo del golpe de Uriburu; él, tan comunista en su juventud. El general, bien agradecido con la familia o necesitado de un alma despiadada, designó a Polo como inspector de policía.
La segunda ingratitud es la que tuvo Polo hacia su padre. Conocido es el romance del poeta, que cuando no se dedicaba a canonizar a José Hernández y a Sarmiento, frecuentaba a una jovencita a espaldas de su señora esposa. Emilia Cadelago era una estudiante que se había acercado a la biblioteca para pedirle Lunario sentimental, un libro poco leído por entonces. Enterado Polo, se dedicó a investigar y a acorralar a su padre, a amenazar a la familia de la muchacha y en fin, a arrastrar al poeta al suicidio. Detengámonos aquí y hagamos el camino inverso: lo investigó con las mismas malas artes que –puede suponerse– adquirió como inspector de policía, cargo que obtuvo gracias al presidente Uriburu quien, simplificando, obtuvo su puesto gracias al apoyo de Leopoldo Lugones padre, quien mal había pagado los favores de Yrigoyen hacia su hijo cuando escribió “La hora de la espada”, ¿se entendió?
Pero continuemos. La literatura está hecha de detalles (o de pormenores lacónicos, dice Molloy), y en esta historia los hay jugosos.
Leopoldo coqueteaba con el suicidio, camino que –pasa el aliento del fantasma– siguieron también su hijo y uno de sus nietos. Éste último, además, terminó sus días en el Tigre, como su abuelo –y arrastra las cadenas–. Poeta al fin, Lugones le decía a su arma “la nena”, y es imposible no relacionarlo con su joven amante. Acorralado por su hijo, decidió suicidarse. No con “la nena” sino con arsénico. Pero ante tamaño acto poético, un farmacéutico de lo más prosaico le vendió menos cantidad de la sustancia. Gracias a ese comerciante tuvo una muerte lenta y dolorosa. Encontraron la cama al otro extremo de la habitación y su cuerpo doblado en dos. Es evidente que sus últimos momentos fueron una tortura (no sé qué hubiera dicho Cambaceres sobre esta herencia). Como coda, y para no dejarlo en paz ni muerto, el cura que lo transformó al catolicismo, Leonardo Castellani, lamentó ese “suicidio de sirvienta”.
Los años pasaron. Cuarenta y tres, para ser exactos. En 1981 muere la amada, Emilia Cadelago. Hay que pensar que la mozuela, una retraída estudiante, también tenía morbo, porque de anciana pidió que la sepultaran junto a un gatito de peluche que le había regalado Leopoldo.
En el último detalle se fusiona la novela gótica con el Marqués de Sade. Y el honor de los Lugones, para bien de los lectores, queda pisoteado por los cerdos. Hoy por hoy, vocativos como “mi tortolita de seda”, “mi abejita de oro”, “mi garcita de plata”, “mi perfume, mi vida toda” (todos ellos referidos a la joven Emilia) suenan más obscenos que firmar con sangre y semen las cartas de amor que le dirigía. Pero basta visualizar un gatito de peluche adentro de un ataúd para darse cuenta de que la muchacha apreciaba esas firmas.
Admitamos que esta convergencia de ternuras y gatos con ataúdes y sangre sugiere prácticas sexuales más heterodoxas de lo que nuestro prejuicio esperaría en un modernista.
Soy un lector morboso: lo que más recuerdo son los detalles macabros. Y la familia Lugones tiene tantos que bien serviría para un relato gótico. Entiendo que el caso de Pirí no es como para poner al nivel de El castillo de Otranto. No obstante, hay un viejo fantasma en su historia.
Sólo un dato conocido: fue secuestrada en 1978 y es probable que haya sido torturada con una innovación que su padre, el comisario Polo Lugones había introducido en los interrogatorios: la picana eléctrica.
Polo es el huevo de la serpiente, una especie de consumación del mal que, además de ser un amante del progreso en materia de tormentos, se preocupaba porque en la familia no decayera el horror. En su historia y la de su padre los favores se pagan mal, las ánimas se condenan y resurgen en la vida de sus descendientes, siempre de formas terribles. De Leopoldo sólo recordemos que fue la figura más importante del modernismo literario en Argentina y el intelectual más influyente en la vida política de la época. De Polo (Leopoldo hijo) se cuenta un detalle espeluznante que no sé si es cierto, y en todo caso es muy difícil de constatar: de adolescente violaba a las gallinas mientras les retorcía el pescuezo para aumentar su goce (el propio, claro, no el de la gallina). Más rigurosos son otros datos: durante la presidencia de Alvear dirigía un reformatorio de menores y fue procesado por violación de menores (ignoro si los emplumaba). Para cuando lo condenaron había pasado el tiempo, y su padre intercedió ante el presidente Yrigoyen para salvar el honor de la familia (veremos dónde quedó ese honor). Primera ingratitud: Polo quedó en libertad y no obstante, años más tarde, Leopoldo Lugones anunciaba “La hora de la espada”, texto con el que se posicionó como ideólogo del golpe de Uriburu; él, tan comunista en su juventud. El general, bien agradecido con la familia o necesitado de un alma despiadada, designó a Polo como inspector de policía.
La segunda ingratitud es la que tuvo Polo hacia su padre. Conocido es el romance del poeta, que cuando no se dedicaba a canonizar a José Hernández y a Sarmiento, frecuentaba a una jovencita a espaldas de su señora esposa. Emilia Cadelago era una estudiante que se había acercado a la biblioteca para pedirle Lunario sentimental, un libro poco leído por entonces. Enterado Polo, se dedicó a investigar y a acorralar a su padre, a amenazar a la familia de la muchacha y en fin, a arrastrar al poeta al suicidio. Detengámonos aquí y hagamos el camino inverso: lo investigó con las mismas malas artes que –puede suponerse– adquirió como inspector de policía, cargo que obtuvo gracias al presidente Uriburu quien, simplificando, obtuvo su puesto gracias al apoyo de Leopoldo Lugones padre, quien mal había pagado los favores de Yrigoyen hacia su hijo cuando escribió “La hora de la espada”, ¿se entendió?
Pero continuemos. La literatura está hecha de detalles (o de pormenores lacónicos, dice Molloy), y en esta historia los hay jugosos.
Leopoldo coqueteaba con el suicidio, camino que –pasa el aliento del fantasma– siguieron también su hijo y uno de sus nietos. Éste último, además, terminó sus días en el Tigre, como su abuelo –y arrastra las cadenas–. Poeta al fin, Lugones le decía a su arma “la nena”, y es imposible no relacionarlo con su joven amante. Acorralado por su hijo, decidió suicidarse. No con “la nena” sino con arsénico. Pero ante tamaño acto poético, un farmacéutico de lo más prosaico le vendió menos cantidad de la sustancia. Gracias a ese comerciante tuvo una muerte lenta y dolorosa. Encontraron la cama al otro extremo de la habitación y su cuerpo doblado en dos. Es evidente que sus últimos momentos fueron una tortura (no sé qué hubiera dicho Cambaceres sobre esta herencia). Como coda, y para no dejarlo en paz ni muerto, el cura que lo transformó al catolicismo, Leonardo Castellani, lamentó ese “suicidio de sirvienta”.
Los años pasaron. Cuarenta y tres, para ser exactos. En 1981 muere la amada, Emilia Cadelago. Hay que pensar que la mozuela, una retraída estudiante, también tenía morbo, porque de anciana pidió que la sepultaran junto a un gatito de peluche que le había regalado Leopoldo.
En el último detalle se fusiona la novela gótica con el Marqués de Sade. Y el honor de los Lugones, para bien de los lectores, queda pisoteado por los cerdos. Hoy por hoy, vocativos como “mi tortolita de seda”, “mi abejita de oro”, “mi garcita de plata”, “mi perfume, mi vida toda” (todos ellos referidos a la joven Emilia) suenan más obscenos que firmar con sangre y semen las cartas de amor que le dirigía. Pero basta visualizar un gatito de peluche adentro de un ataúd para darse cuenta de que la muchacha apreciaba esas firmas.
Admitamos que esta convergencia de ternuras y gatos con ataúdes y sangre sugiere prácticas sexuales más heterodoxas de lo que nuestro prejuicio esperaría en un modernista.
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