Por Manuel Correia *
La realización documental de Paola Fuentes, es una obra testimonial que recupera las vivencias, sentimientos, pensamientos e imágenes contra el olvido, de dos familias que han vivido y sufren la pérdida de un familiar en forma violenta. Una de ellas, la familia Bahamonde a su hijo José Enrique de 20 años, y en el caso de la familia Fuentes a su hijo Diego de 24 años. Ambos jóvenes, asesinados
Independientemente de sus cualidades estéticas o técnicas, es una propuesta interesante y valiente no solo porque enfrenta a los fantasmas del horror, le pone palabras esperanzadoras a los silencios, y apuesta a no olvidar, sino por el tema que propone. Tema difícil si los hay cuando de la vida se trata, como es el de las muertes violentas e inesperadas, y con ellas conocer y comprender el sentido profundamente humano de la necesidad de verdad, la exigencia irrenunciable de justicia, la importancia de la memoria, de la reparación y de la lucha contra la impunidad.
La justicia es un derecho humano y como tal debe ser garantizada por el Estado, sus instituciones, y exigida por la sociedad. Al igual que la asistencia material, médica, psicológica y social apropiada que sean necesarias, por medios gubernamentales, voluntarios, comunitarios y autóctonos pertinentes, para afrontar estas situaciones en extremo difíciles.
Es decir que la idea de justicia encierra a su vez el reconocimiento de los sufrimientos de las víctimas o de quienes han sido vulnerados en sus derechos. Este reconocimiento es indispensable y esencial en su proceso de “recuperación”, que no es otra cosa que la posibilidad concreta y efectiva de restitución (de la salud) del derecho a la salud en todo su sentido, el de goce-ejercicio integral del mismo.
Por ello dar la palabra, escuchar a quienes han sido víctimas de delitos de homicidio, a las familias a las cuales se les ha negado el derecho al abrazo, o a quienes han sido atropellados en su dignidad humana, es un acto de justicia. Es al mismo tiempo necesario en el difícil proceso de aceptación de las pérdidas, de mitigación del sufrimiento emocional, de sanar las heridas psíquicas que sufren, e indispensable para poder levantarse, continuar honrando la vida y seguir adelante.
Es además importante para contribuir proactivamente al respeto de los derechos humanos, proteger la dignidad de todas las personas, rechazar-condenar estas vulneraciones, contribuir al conocimiento, entendimiento de estos hechos y, para avanzar en evitar su reiteración y la falta de justicia, en pos de un mundo que merezca ser vivido.
Los corazones, cuando las personas han sufrido daño, nunca pueden volver atrás y dejarlo todo como antes. Y a pesar de que el tiempo, el amor, la comprensión, el recuerdo, la ayuda material y la justicia contribuyen a reponerse, a curar las heridas y elaborar las pérdidas, nada puede ser exactamente igual que antes, ni recuperar completamente lo que fue. Quedan en él las marcas indelebles, silenciosas de lo que fue, de lo que aconteció y de lo que no pudo ser, que hacen a los “corazones arrugados”.
Volver atrás es imposible y curar es extremadamente difícil. Porque el corazón es el órgano que peor cura de nuestro cuerpo, porque no es posible simplemente tomar un medicamento o colocarle una bandita curativa y ya. Ni es posible tan sólo seguir adelante y obviar o escaparse del dolor, porque el pasado es presente mientras existan injusticias por resolver, derechos negados por reconocer, heridas por sanar, procesos por hacer.
Se requiere de la confluencia interactiva de políticas, acciones, actitudes y prácticas que van desde aquellas que provocan la solidaria indignación y contribuyen a la condena social-comunitaria, el resarcimiento como consecuencia con la prestación de servicios necesarios, hasta la restitución insoslayable de derechos, incluida la indemnización por el daño sufrido a las familias a las cuales se les ha negado el derecho a la convivencia existencial.
Hasta la psicoterapia, importante, necesaria e indispensable en muchos casos, tiene sus límites e incluso es insuficiente, y pierde sentido ante (por) la ausencia de justicia, de solidaridad o de verdad, y de una respuesta social integral, al sufrimiento emocional, y el menoscabo a los derechos, como consecuencia de acciones u omisiones que violen los derechos humanos.
“Corazones arrugados” es también una realización importante, de gran valor testimonial, y necesaria, no solo para sus realizadoras sino para todos nosotros.
Para sus realizadoras porque les permitió poner en juego el amor y el espanto, y seguir apostando a la vida. En especial a Paola porque además de dar la palabra a quienes han sido víctimas de delitos de homicidio, a los familiares a los cuales se les ha negado el derecho al abrazo al hijo, al amigo, también le permitió tomar la palabra, hacerse escuchar, afrontar sus miedos y hacer de su enojo, del dolor, por la muerte de Diego un hecho creativo, reparador y vivificante.
Para todos nosotros, sin excepción, por interpelarnos en nuestra común-humanidad y protegernos (tal vez sin proponérselo) para no ser meros espectadores del sufrimiento del otro, ni caer en la naturalización, la indiferencia o la resignación frente a las injusticias, y porque nos ayuda a ser mejores, si (nos) lo permitimos, y a continuar, de alguna manera, trabajando comprometidamente para hacer de esta una sociedad mejor.
* Lic/Mter. Manuel CORREIA
Cátedra Libre de Derechos Humanos
La realización documental de Paola Fuentes, es una obra testimonial que recupera las vivencias, sentimientos, pensamientos e imágenes contra el olvido, de dos familias que han vivido y sufren la pérdida de un familiar en forma violenta. Una de ellas, la familia Bahamonde a su hijo José Enrique de 20 años, y en el caso de la familia Fuentes a su hijo Diego de 24 años. Ambos jóvenes, asesinados
Independientemente de sus cualidades estéticas o técnicas, es una propuesta interesante y valiente no solo porque enfrenta a los fantasmas del horror, le pone palabras esperanzadoras a los silencios, y apuesta a no olvidar, sino por el tema que propone. Tema difícil si los hay cuando de la vida se trata, como es el de las muertes violentas e inesperadas, y con ellas conocer y comprender el sentido profundamente humano de la necesidad de verdad, la exigencia irrenunciable de justicia, la importancia de la memoria, de la reparación y de la lucha contra la impunidad.
La justicia es un derecho humano y como tal debe ser garantizada por el Estado, sus instituciones, y exigida por la sociedad. Al igual que la asistencia material, médica, psicológica y social apropiada que sean necesarias, por medios gubernamentales, voluntarios, comunitarios y autóctonos pertinentes, para afrontar estas situaciones en extremo difíciles.
Es decir que la idea de justicia encierra a su vez el reconocimiento de los sufrimientos de las víctimas o de quienes han sido vulnerados en sus derechos. Este reconocimiento es indispensable y esencial en su proceso de “recuperación”, que no es otra cosa que la posibilidad concreta y efectiva de restitución (de la salud) del derecho a la salud en todo su sentido, el de goce-ejercicio integral del mismo.
Por ello dar la palabra, escuchar a quienes han sido víctimas de delitos de homicidio, a las familias a las cuales se les ha negado el derecho al abrazo, o a quienes han sido atropellados en su dignidad humana, es un acto de justicia. Es al mismo tiempo necesario en el difícil proceso de aceptación de las pérdidas, de mitigación del sufrimiento emocional, de sanar las heridas psíquicas que sufren, e indispensable para poder levantarse, continuar honrando la vida y seguir adelante.
Es además importante para contribuir proactivamente al respeto de los derechos humanos, proteger la dignidad de todas las personas, rechazar-condenar estas vulneraciones, contribuir al conocimiento, entendimiento de estos hechos y, para avanzar en evitar su reiteración y la falta de justicia, en pos de un mundo que merezca ser vivido.
Los corazones, cuando las personas han sufrido daño, nunca pueden volver atrás y dejarlo todo como antes. Y a pesar de que el tiempo, el amor, la comprensión, el recuerdo, la ayuda material y la justicia contribuyen a reponerse, a curar las heridas y elaborar las pérdidas, nada puede ser exactamente igual que antes, ni recuperar completamente lo que fue. Quedan en él las marcas indelebles, silenciosas de lo que fue, de lo que aconteció y de lo que no pudo ser, que hacen a los “corazones arrugados”.
Volver atrás es imposible y curar es extremadamente difícil. Porque el corazón es el órgano que peor cura de nuestro cuerpo, porque no es posible simplemente tomar un medicamento o colocarle una bandita curativa y ya. Ni es posible tan sólo seguir adelante y obviar o escaparse del dolor, porque el pasado es presente mientras existan injusticias por resolver, derechos negados por reconocer, heridas por sanar, procesos por hacer.
Se requiere de la confluencia interactiva de políticas, acciones, actitudes y prácticas que van desde aquellas que provocan la solidaria indignación y contribuyen a la condena social-comunitaria, el resarcimiento como consecuencia con la prestación de servicios necesarios, hasta la restitución insoslayable de derechos, incluida la indemnización por el daño sufrido a las familias a las cuales se les ha negado el derecho a la convivencia existencial.
Hasta la psicoterapia, importante, necesaria e indispensable en muchos casos, tiene sus límites e incluso es insuficiente, y pierde sentido ante (por) la ausencia de justicia, de solidaridad o de verdad, y de una respuesta social integral, al sufrimiento emocional, y el menoscabo a los derechos, como consecuencia de acciones u omisiones que violen los derechos humanos.
“Corazones arrugados” es también una realización importante, de gran valor testimonial, y necesaria, no solo para sus realizadoras sino para todos nosotros.
Para sus realizadoras porque les permitió poner en juego el amor y el espanto, y seguir apostando a la vida. En especial a Paola porque además de dar la palabra a quienes han sido víctimas de delitos de homicidio, a los familiares a los cuales se les ha negado el derecho al abrazo al hijo, al amigo, también le permitió tomar la palabra, hacerse escuchar, afrontar sus miedos y hacer de su enojo, del dolor, por la muerte de Diego un hecho creativo, reparador y vivificante.
Para todos nosotros, sin excepción, por interpelarnos en nuestra común-humanidad y protegernos (tal vez sin proponérselo) para no ser meros espectadores del sufrimiento del otro, ni caer en la naturalización, la indiferencia o la resignación frente a las injusticias, y porque nos ayuda a ser mejores, si (nos) lo permitimos, y a continuar, de alguna manera, trabajando comprometidamente para hacer de esta una sociedad mejor.
* Lic/Mter. Manuel CORREIA
Cátedra Libre de Derechos Humanos
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