Fuente: Diario Perfil
En 1901, escapando de la Justicia de su país, que los buscaba por innumerables robos a bancos, los dos más legendarios bandidos del Lejano Oeste, junto con la bella mujer que compartían en armonía, se refugiaron en un paraje remoto de Chubut. Las cabañas que levantaron hoy son una ruina, a pesar de que el BID aprobó un préstamo para convertirlas en centro turístico. Una disputa por la propiedad y las trabas burocráticas impiden concretar el proyecto.
Por Juan Gasparini
Nadie es dueño de las seis hectáreas en Chubut donde hace un siglo se instalaron las cabañas de Butch Cassidy y Sundance Kid, los famosos bandoleros estadounidenes, personificados en el cine por Paul Newman y Robert Redford. El Banco Interamericano de Desarrollo (BID) aprobó hace cinco años un préstamo para convertirlas en un atractivo turístico, pero nada se pudo hacer hasta hoy.
“Es increíble, un banco quiere financiar la preservación del sitio en el que vivieron los más peligrosos ladrones de bancos del Far West, y no se concreta”, lamenta Inés Toti Cea, descendiente de vecinos de los temerarios forajidos, quienes entre 1901 y 1905 residieron en el agreste norte de Chubut, bajo las falsas identidades de Santiago Ryan y Enrique Place. Los acompañaba Ethel Place, oficialmente la esposa de Sundance Kid, supuesta mujer en concordia del triángulo amoroso, versión insinuada por Katherine Ross en la película que realizó George Roy Hill en 1969. Bella y de notable puntería, amazona, revindicaba una formación de maestra escolar. Los tres desembarcaron en Buenos Aires procedentes de Nueva York en marzo de 1901. Rápidamente, los dos hombres iniciaron los trámites para que el Estado les adjudicara 2.500 hectáreas en un valle de la franja precordillerana de Chubut. Auténticos vaqueros, se dedicaron a la crianza de vacunos y lanares, y ante sus vecinos atribuyeron a la herencia de un tío el origen de la fortuna que trajeron consigo, 1,5 millón de dólares al cambio actual, en realidad botín de los golpes que habían dado en Estados Unidos con su pandilla salvaje.
De las dos cabañas erigidas con maderas de ciprés horizontalmente encastradas que constituyeron el escondite de los bandidos yanquis, hoy queda una sola en pie, que ocuparon Enrique y Ethel Place, y dos construcciones de un solo ambiente, agregadas después.
Los dos fugitivos fueron descubiertos, delatados por las cartas que enviaron al restringido círculo de allegados, transcribiendo la reconversión pacífica como adinerados emigrantes en la paradisíaca Patagonia, misivas interceptadas en las oficinas de correos de Estados Unidos por los detectives privados de la agencia Pinkerton, que alertó a la Justicia argentina. Mauricio Sepúlveda es nieto de un ciudadano chileno que se apropió de las cabañas, y desafía: “Dispongo de papeles de la posesión de estas seis hectáreas, ocupadas por mi abuelo y mi padre desde la colonización, así que me corresponden los títulos de propiedad, y no les voy a aflojar”.
Sepúlveda admite que la gobernación de Chubut le paga un sueldo para mantener y ayudar a reparar la arruinada carpintería inmobiliaria. La ha evacuado y permite la entrada de los visitantes. Se afinca en el villorio contiguo a orillas del río Blanco, en dirección a Cholila. De ronda cotidiana, descabalga, se saca el sombrero y resume: “Si me dan una casa y un galpón para guardar la comida de los animales, acepto que hagan el centro turístico y lo manejen, pero el titular de las seis hectáreas soy yo; si no, que me ofrezcan algo equivalente en otra parte de la provincia”.
Sin embargo, de las indagaciones del historiador Marcelo Gavirati se desprende que la cabaña personal de Butch Cassidy estaría a buen recaudo, quizá prenda de una complicada negociación entre Sepúlveda y los poderes públicos de Chubut, cuyas intenciones definitivas para solucionar el litigio con un particular intransigente continúan siendo un enigma. Desde que el BID aprobó el financiamiento para recuperar las cabañas, en julio de 2005, nada de lo prometido se ha llevado a cabo y hoy es azaroso localizar el lugar. De la Ruta Nacional 40, que corre a lo largo de la Patagonia, hay que desviar por el ripio de la Ruta Provincial 17. Casi llegando a Cholila, se ve un percudido cartel atado al alambrado que reza: “Butch Cassidy”.
Pese a que la tranquera está cerrada con candado, se la puede saltar, y marchando unos minutos a través de una loma se descubre la guarida que tanto se resiste a hundirse en el olvido. El espectáculo es conmovedor: paredes que se desmoronan o violadas con clavos que apuntalan la madera desfalleciente, algunas recompuestas con flamantes injertos que lastiman los antiquísimos troncos de cipreses, recintos malolientes por el secado de cueros de bestias colgados de tirantes. Alambres corroídos penden por doquier y osamentas resecas participan silentes en la desoladora ceremonia, agitada por los rumores de los cursos de agua adyacentes y por la euforia de los silbidos del viento, sacudiendo las flores blancas de los saúcos.
De sus primigenios locatarios pueden recabarse significativas pistas a pocos kilómetros de allí, en el Museo Leleque, inaugurado en 2000, iniciativa de la Fundación Benetton. Allí, en viejos libros contables, Gavirati encontró los asientos de transacciones comerciales efectuadas por Santiago Ryan y Enrique Place entre octubre de 1901 y junio de 1904, poco antes de que huyeran, en mayo de 1905, al ser vinculados al atraco al Banco de Londres y Tarapacá, en Río Gallegos, que había sido cometido por dos individuos que se comunicaban en inglés, excelentes jinetes y hábiles con las armas. Las fichas con los pedidos de captura difundidas desde hacía dos años por la agencia Pinkerton y la similitud de los perfiles con quienes perpetraron el hecho detonaron la fuga. El trío se deshizo del ganado, vendió rápidamente las cabañas y partió a Valparaíso. Ethel subió a un barco rumbo a San Francisco, al tiempo que sus dos hombres, al filo de los 40 años, volvieron a la Argentina para lanzar un raid de robos: el 19 de diciembre de 1905 les imputan haber robado el Banco Nación de Villa Mercedes, en San Luis. Perseguidos, cruzaron a Bolivia. Pasaron a llamarse George Low y Frank Smith. Volviendo al sueño redentor de reincidir en la legalidad, encontraron tierras para insertarse honradamente en la producción agrícola-ganadera de Santa Cruz de la Sierra. Necesitados de los fondos para comprarlas, el 3 de noviembre de 1908 encañonaron a un convoy de empleados de una sociedad minera que transportaba los salarios de sus obreros. Arrebataron las alforjas y una mula color café, y salieron disparando. Treparon al Norte, y en el pueblito de San Vicente los atrapó el ejército boliviano. Murieron abatidos en un albergue, después de un intenso tiroteo con dos soldados y un inspector de policía.
Ethel Place no habría querido presenciar o sucumbir en el epílogo de lo que terminó en tragedia, y su rastro se perdió. Ahora, el legado de la presencia de ese trío en la Argentina está en manos de la burocracia argentina.
Desde Cholila, Chubut.
Nota relacionada: Desde adentro: imágenes del rodaje de “Forajidos de la Patagonia” en La Trochita
En 1901, escapando de la Justicia de su país, que los buscaba por innumerables robos a bancos, los dos más legendarios bandidos del Lejano Oeste, junto con la bella mujer que compartían en armonía, se refugiaron en un paraje remoto de Chubut. Las cabañas que levantaron hoy son una ruina, a pesar de que el BID aprobó un préstamo para convertirlas en centro turístico. Una disputa por la propiedad y las trabas burocráticas impiden concretar el proyecto.
Por Juan Gasparini
Nadie es dueño de las seis hectáreas en Chubut donde hace un siglo se instalaron las cabañas de Butch Cassidy y Sundance Kid, los famosos bandoleros estadounidenes, personificados en el cine por Paul Newman y Robert Redford. El Banco Interamericano de Desarrollo (BID) aprobó hace cinco años un préstamo para convertirlas en un atractivo turístico, pero nada se pudo hacer hasta hoy.
“Es increíble, un banco quiere financiar la preservación del sitio en el que vivieron los más peligrosos ladrones de bancos del Far West, y no se concreta”, lamenta Inés Toti Cea, descendiente de vecinos de los temerarios forajidos, quienes entre 1901 y 1905 residieron en el agreste norte de Chubut, bajo las falsas identidades de Santiago Ryan y Enrique Place. Los acompañaba Ethel Place, oficialmente la esposa de Sundance Kid, supuesta mujer en concordia del triángulo amoroso, versión insinuada por Katherine Ross en la película que realizó George Roy Hill en 1969. Bella y de notable puntería, amazona, revindicaba una formación de maestra escolar. Los tres desembarcaron en Buenos Aires procedentes de Nueva York en marzo de 1901. Rápidamente, los dos hombres iniciaron los trámites para que el Estado les adjudicara 2.500 hectáreas en un valle de la franja precordillerana de Chubut. Auténticos vaqueros, se dedicaron a la crianza de vacunos y lanares, y ante sus vecinos atribuyeron a la herencia de un tío el origen de la fortuna que trajeron consigo, 1,5 millón de dólares al cambio actual, en realidad botín de los golpes que habían dado en Estados Unidos con su pandilla salvaje.
De las dos cabañas erigidas con maderas de ciprés horizontalmente encastradas que constituyeron el escondite de los bandidos yanquis, hoy queda una sola en pie, que ocuparon Enrique y Ethel Place, y dos construcciones de un solo ambiente, agregadas después.
Los dos fugitivos fueron descubiertos, delatados por las cartas que enviaron al restringido círculo de allegados, transcribiendo la reconversión pacífica como adinerados emigrantes en la paradisíaca Patagonia, misivas interceptadas en las oficinas de correos de Estados Unidos por los detectives privados de la agencia Pinkerton, que alertó a la Justicia argentina. Mauricio Sepúlveda es nieto de un ciudadano chileno que se apropió de las cabañas, y desafía: “Dispongo de papeles de la posesión de estas seis hectáreas, ocupadas por mi abuelo y mi padre desde la colonización, así que me corresponden los títulos de propiedad, y no les voy a aflojar”.
Sepúlveda admite que la gobernación de Chubut le paga un sueldo para mantener y ayudar a reparar la arruinada carpintería inmobiliaria. La ha evacuado y permite la entrada de los visitantes. Se afinca en el villorio contiguo a orillas del río Blanco, en dirección a Cholila. De ronda cotidiana, descabalga, se saca el sombrero y resume: “Si me dan una casa y un galpón para guardar la comida de los animales, acepto que hagan el centro turístico y lo manejen, pero el titular de las seis hectáreas soy yo; si no, que me ofrezcan algo equivalente en otra parte de la provincia”.
Sin embargo, de las indagaciones del historiador Marcelo Gavirati se desprende que la cabaña personal de Butch Cassidy estaría a buen recaudo, quizá prenda de una complicada negociación entre Sepúlveda y los poderes públicos de Chubut, cuyas intenciones definitivas para solucionar el litigio con un particular intransigente continúan siendo un enigma. Desde que el BID aprobó el financiamiento para recuperar las cabañas, en julio de 2005, nada de lo prometido se ha llevado a cabo y hoy es azaroso localizar el lugar. De la Ruta Nacional 40, que corre a lo largo de la Patagonia, hay que desviar por el ripio de la Ruta Provincial 17. Casi llegando a Cholila, se ve un percudido cartel atado al alambrado que reza: “Butch Cassidy”.
Pese a que la tranquera está cerrada con candado, se la puede saltar, y marchando unos minutos a través de una loma se descubre la guarida que tanto se resiste a hundirse en el olvido. El espectáculo es conmovedor: paredes que se desmoronan o violadas con clavos que apuntalan la madera desfalleciente, algunas recompuestas con flamantes injertos que lastiman los antiquísimos troncos de cipreses, recintos malolientes por el secado de cueros de bestias colgados de tirantes. Alambres corroídos penden por doquier y osamentas resecas participan silentes en la desoladora ceremonia, agitada por los rumores de los cursos de agua adyacentes y por la euforia de los silbidos del viento, sacudiendo las flores blancas de los saúcos.
De sus primigenios locatarios pueden recabarse significativas pistas a pocos kilómetros de allí, en el Museo Leleque, inaugurado en 2000, iniciativa de la Fundación Benetton. Allí, en viejos libros contables, Gavirati encontró los asientos de transacciones comerciales efectuadas por Santiago Ryan y Enrique Place entre octubre de 1901 y junio de 1904, poco antes de que huyeran, en mayo de 1905, al ser vinculados al atraco al Banco de Londres y Tarapacá, en Río Gallegos, que había sido cometido por dos individuos que se comunicaban en inglés, excelentes jinetes y hábiles con las armas. Las fichas con los pedidos de captura difundidas desde hacía dos años por la agencia Pinkerton y la similitud de los perfiles con quienes perpetraron el hecho detonaron la fuga. El trío se deshizo del ganado, vendió rápidamente las cabañas y partió a Valparaíso. Ethel subió a un barco rumbo a San Francisco, al tiempo que sus dos hombres, al filo de los 40 años, volvieron a la Argentina para lanzar un raid de robos: el 19 de diciembre de 1905 les imputan haber robado el Banco Nación de Villa Mercedes, en San Luis. Perseguidos, cruzaron a Bolivia. Pasaron a llamarse George Low y Frank Smith. Volviendo al sueño redentor de reincidir en la legalidad, encontraron tierras para insertarse honradamente en la producción agrícola-ganadera de Santa Cruz de la Sierra. Necesitados de los fondos para comprarlas, el 3 de noviembre de 1908 encañonaron a un convoy de empleados de una sociedad minera que transportaba los salarios de sus obreros. Arrebataron las alforjas y una mula color café, y salieron disparando. Treparon al Norte, y en el pueblito de San Vicente los atrapó el ejército boliviano. Murieron abatidos en un albergue, después de un intenso tiroteo con dos soldados y un inspector de policía.
Ethel Place no habría querido presenciar o sucumbir en el epílogo de lo que terminó en tragedia, y su rastro se perdió. Ahora, el legado de la presencia de ese trío en la Argentina está en manos de la burocracia argentina.
Desde Cholila, Chubut.
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