viernes, marzo 28, 2008

Campo vs. gobierno, por Pasquini Durán

Enviado por Rubén Carballido

Por J. M. Pasquini Durán

¿Dónde quedó la propuesta de pacto social que fundamentaba la actual presidenta Cristina cuando aún era candidata? Como no se trataba de un gran acuerdo nacional ni de normas consentidas por empresas y sindicatos sobre precios y salarios, hubo alguna aclaración posterior, tan informal como imprecisa, acerca de pactos sectoriales (minería, energía, etc.) que, a lo mejor, tendrían que haber inaugurado las cadenas de producción agrícolo-ganadera, ya que el Gobierno tenía planes previstos, tanto en tributos como en estímulos, para algunos componentes del sector. La iniciativa, un interesante ejercicio de pensamiento sobre métodos para el consenso democrático, quedó desarticulada cuando rebotó sobre los muros de la realidad nacional, que comenzó a transformarse primero por la dictadura de Videla-Martínez de Hoz y fue complementada en la década de los años ’90 por las políticas conservadoras del menemismo entregado al pensamiento único del neoliberalismo. En el campo ya no existen sólo terratenientes y minifundistas, criaderos e invernaderos de hacienda, porque igual que en el resto de la economía aparecieron grupos concentrados, nacionales y extranjeros, de capitalismo agrario que mezclan variados intereses de las finanzas, la producción y la comercialización, y formas de explotación también distintas al pasado siglo XX, con polo de enormes riquezas, con reactivación de capas medias del campo y también extremos de fragilidad y pobreza, expuestos en síntesis para no entrar en detalles que no vienen al caso. Esas mudanzas coincidieron en los últimos años con una situación internacional benéfica, que elevó los precios de la mayor parte de la producción agropecuaria, algunas como la soja de bajos costos y enormes réditos, al mismo tiempo que la reactivación económica recuperó buena parte del consumo en el mercado interno.

El gobierno de Kirchner primero sacó del pozo a más de 40 mil productores que habían salido quebrados de la crisis y la devaluación de los dos primeros años del siglo XXI, refinanciando sus deudas con fondos públicos, sin necesidad de hacer consultas públicas para saber si los contribuyentes urbanos estaban de acuerdo con esos rescates de propiedades privadas. Luego, mantuvo un dólar alto para estimular la competitividad industrial y también al campo demandado por mercados tan estimulantes por su escala como India y China. Para compensar las diferencias entre los precios internos y los de exportación, el Estado desparramó subsidios entre los productores de alimentos que tienen preferencias en el consumo nacional. Para mantener capital, aplicó impuestos especiales a los volúmenes exportados (retenciones) que fueron resistidos siempre por los exportadores con el argumento de que sus potenciales ganancias eran recortadas sin tomar en cuenta el aumento de sus insumos y su necesidad de ahorrar para nuevas y posibles etapas de vacas flacas. Hay que recordar hace uno y dos años los litigios con los criadores de hacienda y frigoríficos, que ahora se dieron con la soja y el girasol. En estos últimos cinco años hubo cuatro ministros de Economía (Lavagna, Miceli, Peirano, Lousteau) y dos titulares del Poder Ejecutivo, con algunos cambios también en el resto del gabinete, gobernaciones y hasta intendencias. Entre la complejidad del negocio agropecuario, las mudanzas ocurridas en pocos años, mucho más rápido que en leyes e instituciones, y los relevos institucionales, producidos según la voluntad popular expresada en las urnas, es muy probable que las políticas aplicadas hayan pecado de arbitrariedades, insuficiencias y brocha gruesa y, sobre todo, sin agotar el diálogo entre las partes a fin de elaborar los consensos debidos.

Estas son responsabilidades que los gobernantes no pueden ignorar, sin temor a corregir errores que puedan estar lastimando a núcleos de la población. Lo mismo debería ocurrir si en el proceso, en lugar de separar los intereses diferentes, se emblocó a todos, provocando con esa lógica la unión de ambiciones muy distintas, entre los chacareros más modestos y los grupos más concentrados y terratenientes. “Divide y vencerás”, aunque cínica es una consigna eficaz durante el ejercicio del poder frente a un bloque adversario. Del lado disidente, es legal y legítimo que hagan uso de sus derechos constitucionales a la protesta. A partir de ese principio, entre los “piquetes de la abundancia”, como los llamó la presidenta Cristina, y las protestas sociales del 2003/05, forjadores del piquete como signo de protesta, las diferencias no son de color, según el vicepresidente de la Sociedad Rural que los dividió en blancos (los propios) y los negros (los de desocupados, pobres y excluidos), sino de recursos. El “campo”, como se llaman a sí mismos en una generalización arbitraria, tiene recursos suficientes, que “los negros” nunca tuvieron, para llamar la atención del Estado y de la sociedad y, por lo tanto, estos campesinos exaltados no tenían la necesidad inexcusable de cortar rutas y puentes y mucho menos de apropiarse de funciones policiales para detener y revisar el transporte automotor, o decidir quién puede circular y quién no. Por esas consideraciones, entre otras, el Gobierno tiene el derecho y el deber de respetar la protesta y, al mismo tiempo, reestablecer el orden democrático sin apelar a la violencia represiva de otros tiempos.

Desde el punto de vista político, la Federación Agraria tendrá que hacer una reflexión seria y rigurosa sobre el papel que está cumpliendo, como mano de obra de la derecha oligárquica para piquetear aquí y allá. Son la coartada perfecta, el mascarón de proa de la nave que transporta una ideología que está de contramano con todas las posiciones que la Federación sostuvo en los últimos años como asociada a la CTA y a las iniciativas de lucha contra la pobreza y la marginación. Si piensan que pueden usar la potencia de los poderosos, terratenientes y grupos concentrados del capitalismo agropecuario, para reestablecer la justicia, están obnubilados por una severa amnesia histórica. Esos poderes son fuente de injusticia y no de reparación, lo han sido siempre en la historia argentina, y aliados fieles de las dictaduras militares a lo largo del siglo XX. Por supuesto, los dirigentes de los chacareros pueden aplicar la consigna inescrupulosa que en su momento justificó al menemismo: “si no los puedes vencer, únete a ellos”, pero en ese caso las mismas bases que hoy los encumbran mañana los derrumbarán sin vacilar. Ese día llegará, más tarde o más temprano. La misma CTA, por más diferencias que tenga con el gobierno elegido en las urnas, hizo bien en advertir a sus asociados que una cosa es la lucha por la justicia social y otra muy distinta, la desestabilización institucional que pretende la derecha cuando propone que el Gobierno ponga la marcha atrás. Ningún gobierno puede corregir sus eventuales errores bajo la presión de la fuerza, porque el principio de autoridad quedaría dañado para el resto de su mandato.

El Gobierno, como lo señaló bien la presidenta Cristina, no puede ceder a la extorsión económica o política, pero deberá considerar despacio y con la mente abierta qué es extorsión y qué es reivindicación auténtica o descontento público, aunque le parezca ingrato o injustificado. Por lo pronto, sería útil para todos que comience a establecer las diferencias debidas en la masa de la protesta. También en las razones del cacerolazo, restringidas por el momento a algunos centros urbanos y a un sector social de clases media y alta, en las que influyen, casi seguro, algunas tradiciones relacionadas con los vínculos sociales del peronismo. Tal vez habría que resaltar, a partir de numerosas expresiones escuchadas en la calle, que una cierta dosis de la cultura machista cerril, repetida muchas veces por mujeres, aplica en la manera de juzgar la actuación de la Presidenta. En la Capital las cacerolas salieron quizá porque encontraron el motivo que Macri no les dio en cien días de gobierno, pero conviene recordar que en este emblemático distrito, el gobierno de la ciudad, opuesto al oficialismo nacional, obtuvo el 60 por ciento de los votos, pese a que en las presidenciales no pudo repetir la misma performance. En la democracia, las mayorías gobiernan pero la esencia del sistema queda trastrocada cuando las minorías pierden el derecho o la oportunidad de expresar sus diferencias. Por supuesto, que si hubo espontaneidad en el movimiento inaugural, a partir de ahora tratará de ser utilizado por los sectores más hostiles. Ayer mismo, una cadena de correo electrónico trataba de alentar nuevas citas en distintos momentos de esta misma semana, en un intento de montarse en las ancas de los descontentos para desgastar la imagen gubernamental y algunos no disimulan su deseo de tumbarlo, como si pudieran repetir el 2001. Lo que es seguro es que muy pocos de todos esos tienen en mente a los campesinos que cortan las rutas. Aquí también es importante la mirada política desde el atalaya del Poder Ejecutivo, puesto que con frecuencia desde las alturas todas las personas parecen iguales y pequeñas, hasta que la visión se acerca y cada cosa adquiere sus reales proporciones.

El presidente con mandato cumplido Néstor Kirchner dedicó los pasados cien días a organizar la fuerza partidaria del PJ para apoyar el modelo que continúa Cristina desde la Casa Rosada. Incluso hay gobernadores radicales y centenares de intendentes que adhieren al mismo modelo. Esa fuerza debe ser movilizada, como ya lo están haciendo, pero no sólo para hacer demostraciones de fuerza ni para asustar a nadie con el “cuco” criollo, sino además para que toda esa capacidad política promueva el diálogo y la recíproca tolerancia en cada ámbito posible, incluso los más rebeldes, porque la pacífica confrontación no puede quedar en las manos exclusivas de las cúspides. Cada nivel del Estado, cada fuerza política han recibido mandatos populares que los obliga, y el más importante de todos tiene que ver con la construcción de una sociedad cada vez mejor, más próspera, más justa, más libre, más equilibrada y más comunitaria. Nadie debería quedar con el dedo levantado y todos con la mano extendida en señal de comprensión y de respeto.

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