Por Romina Ferraris
Este texto fue leído en “Chupate esa mandarina”, columna que la periodista tiene todos los sábados en el programa Radio Babel, que se emite de 12 a 14 por FM Sol Esquel.
Estoy deprimida. Se los tengo que decir y además no encuentro otra forma de empezar esta columna. Ustedes dirán: “Es por la ceniza”. Si. En parte si, pero en realidad me deprime toda la miseria que rodea a la ceniza. Ya algo había expresado hace algunas semanas y la verdad es que estoy tan asqueada de hablar del tema que, aunque sé que muchos están esperando con malicia que lo haga, se van a quedar con las ganas. Simplemente les voy a decir que durante estos días varias personas me han decepcionado, otras me han demostrado su cobardía, otro grupo su hipocresía y otras tantas su ineficacia. Claro está. También hubo mucha gente comprometida, luchadora, que nunca bajó los brazos y que hizo fuerza para enfrentar la estupidez y la ceguera de algunos personajes.
Pero lo que realmente me preocupa es que cuando esto pase, la hipocresía tomará el lugar que mejor le convenga, como un mecanismo macabro, para que el falso equilibrio social siga de pie. Lo único que me consuela es que el volcán hizo volar algunas caretas por el aire y sus dueños ya no podrán ponérselas de nuevo.
En fin. Prometí no hablar del tema. Y no voy a hacerlo por una simple razón: estoy hartaaaaaaaaaaa de las cenizas y siento que, pese a que esta columna podría aportar al debate, en este momento sería seguirles el juego justamente a quienes hablan escudados en el anonimato, a quienes opinan sin saber realmente qué está pasando y a aquellos chupamedias de siempre que con tal de quedar bien con Dios y con el diablo eran capaces de enviar a sus hijos a la escuela en pelotas, sin barbijo y con la boca abierta para demostrar que el polvillo era inocuo.
Bueno. Lo cierto es que en estos aciagos días y a raíz de la polémica desatada por el apresurado reinicio de clases, charlé, mate mediante, con varios docentes sobre el papel de la escuela y su importancia. Y durante esas conversaciones se abrieron varias puntas interesantes que me gustaría compartir.
Una de esas personas me recordó una anécdota del “Che” Guevara muy significativa. Su asma grave no le permitió entrar al sistema escolar por varios años y en ese tiempo su mamá se encargó en su casa de su educación. Y centró esa enseñanza en la lectura de libros. Inculcándole el amor por la lectura, el Che se volvió un devorador de páginas y logró una cultura general que muy pocos chicos de su edad alcanzaban. Y por supuesto, al ingresar al sistema, no tuvo problemas para adaptarse. Su cercanía constante con la muerte también desarrolló en él un amor profundo por la vida y por el otro, pero esa es otra historia.
Ese es sólo un ejemplo. La Escuela Experimental es otro. Chicos que estudian sentados en el piso, creando todo el tiempo, pintando libremente, cantando, cocinando. Hundidos en un trabajo de investigación constante que les permite ampliar su horizonte de lectura a límites inimaginables si se lo compara con el que tiene el resto de los alumnos. Ahí no hay grados, no hay aplazados, no hay pruebas. Y sin embargo, cuando esos chicos entran al secundario común o a la universidad, se adaptan perfectamente y son, en muchos casos, los más sobresalientes de sus clases.
Tanta reflexión me hizo recordar otra de las charlas que mantuve por estos días, muy interesante por cierto. Una profesora me decía que en educación nunca se discute lo importante, que se sigue trabajando con el sistema institucional de hace 100 años y que nadie se dio cuenta que el mundo cambió, que las problemáticas son otras y que eso hizo mutar también el rol que debería tener la escuela. Que tampoco es casual que se restrinjan las áreas creativas en las escuelas y sólo quede lo utilitario.
Yo me pregunto. ¿Alguien se preguntó (valga la redundancia) esas cosas al armar la nueva Ley de Educación que lo único que hizo fue retrotraer todo -contenidos más contenidos menos, grado más grado menos- a la situación de hace 15 años atrás?; ¿no tendríamos que haber discutido otra cosa más profunda, como por ejemplo, la base estructural del sistema?; ¿no habría que hacer un estudio profundo de toda esa estructura, en el que no sólo participaran técnicos de escritorio y políticos sino también los docentes que día a día están en las aulas y conocen la verdad de la milanesa al dedillo?; ¿por qué, como decía la docente, nunca se discute lo importante?; ¿será porque no conviene?; ¿será porque encaja mejor tener chicos preparados para manejar un torno en una fábrica a tener estudiantes con pensamiento crítico?; ¿será que no es bueno que muchos puedan llegar a la universidad?. Ufff, tengo muchos “será” más pero ya me estoy enojando y prefiero evitarlo porque esta semana ya me enoje demasiado y la verdad es que no quiero agarrarme una úlcera.
Pero sería bueno que aprovechemos estos días de encierro y embole para pensar realmente qué tipo de educación queremos para nuestros hijos y no sólo en las escuelas, sino también en casa. Porque puertas adentro, nosotros también podemos despertarles la creatividad, el amor por todas las manifestaciones del arte, la pasión por los libros, el cine, la música. Claro, me dirán que en muchas casas no hay dinero ni tiempo para esas cosas. Es verdad. Muchos primero necesitan un trabajo y un techo digno y los responsables de brindarlos son los mismos que mantienen un sistema educativo arcaico y anacrónico por conveniencia. El desafío es luchar contra eso desde el pequeño lugar que cada uno ocupa en la sociedad. Siempre, aunque tengamos poco, se puede hacer algo, siempre, salvo los casos más extremos que primero necesitan cubrir sus necesidades básicas, se puede encontrar un libro en una biblioteca pública o ir a un ciclo de cine gratuito o pasar por el Melipal cinco minutos a ver alguna muestra.
Siempre se puede encontrar una salida aunque muchos se empeñen en taparla. Lo importante es no darse por vencido. Y quizá un ejemplo, que pueden ver en una película pero que fue un hecho real, les sirva como impulso. Una noche, al “Che” le estaban festejando su cumpleaños en un hospital de leprosos pero los enfermos estaban al otro lado de un ancho río. Él no soportó la discriminación a la que los estaban sometiendo y pese a su asma crónica cruzó sólo, de noche y a nado. Casi muere en el intento pero en la otra orilla recibió el abrazo de sus enfermos. Y ese fue su mejor regalo.
1 Comentá esta nota:
Romina, muy buenos tus comentarios.
Yo creo que vivimos una mezcla de cuestiones con las cenizas y en vez de ayudarnos entre todos, de sacar a la luz la solidaridad estuvimos y algunos todavía lo pueden estar, enganchados en el achaque al otro, en la intolerancia.
En situaciones de crisis cada uno reacciona como puede, y agradezco que cada persona pueda hacer algo diferente.La cuestión sería algún día no juzgar tanto al otro y si poder ponerse de su lado, colaborar con el otro.
Me encanta tu idea de empezar tratando de educar al hijo desde casa y ayudarlo a despertar todo su potencial, o alguno aunque sea.
Y si yo también me acuerdo cuando con mi hija menor vimos esa escena del rio en la película del Che. Ella decía que era la empatía que teníamos que desarrollar y yo creo lo mismo.
Muchos cariños y gracias por poder decir cosas que a veces pienso.
Viviana
Publicar un comentario