Amigos, ante tanto desastre universal, adjunto texto alentando la paz y la concordia. No pude remitirlo con anterioridad anta las dificultades existentes de internet aquí, en El Bolsón. Gracias
En consonancia con los sucesos más destacados de nuestro país en su conjunto y con el artículo de Esteban Blanco publicado ayer, hago oportuno rescatar de los movimientos cristianos, que por la FE han sido y son constructores de la paz y el trabajo. En las Sagradas Escrituras podemos hallar en detalles todo lo que nos ocurre y sucede como sociedad, como país. En este caso, con el tema del campo.
La feligresía mundial y en especial España, celebra en la fecha a San Isidro labrador. Cuarenta años antes de que ocurriera Cicerón había escrito: “De una tienda o de un taller nada noble puede salir”. Años después, en el año primero de la era cristiana, salió de un taller de carpintero el Hijo de Dios. Las mismas manos que crearon el sol y las estrellas y dibujaron las montañas y los mares bravíos, manejaban la sierra, el formón, la garlopa, el martillo y los clavos y trabajaban la madera. Desde entonces, ni la azada ni el arado ni la faena de regar y de escardar tendrían que avergonzarse ante la pluma ni ante el manejo de los medios modernos de comunicación, ni ante las coronas de los reyes. El patrón de aquella villa recién conquistada a los musulmanes, Madrid, hoy capital de España, no es un rey, ni un cardenal, ni un rey poderoso, ni un poeta ni un sabio, ni un jurista, ni un político famoso. El patrón es un obrero humilde, vestido de paño burdo, con gregüescos sucios de barro, con capa parda de capilla, con abarcas y escarpines y con callos en las manos. Es un labrador, San Isidro. Como el Padre de Jesús, cuyas palabras nos transmite San Juan en el evangelio 15,1: “Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador”.
SE POSTRARON LOS REYES
Ante su sepulcro se postraron los reyes, los arquitectos le construyeron templos y los poetas le dedicaron sus versos. Lope de Vega, Calderón de la Barca, Burguillos, Espinel, Guillén de Castro, honraron a este trabajador madrileño. El historiador Gregorio de Argaiz le dedicó un gran libro: "La soledad y el campo, laureados por San Isidro". Fue su misión, laurear el campo, frío, duro, ingrato, calcinado por los soles del verano y estremecido por los hielos de los inviernos. El campo quedó iluminado y fecundado por su paciencia, su inocencia y su trabajo. No hizo nada extraordinario, pero fue un héroe.
Fue un héroe que cumplió el “Ora et labora” benedictino. La oración era el descanso de las rudas faenas; y las faenas eran una oración. Labrando la tierra sudaba y su alma se iluminaba; los golpes de la azada, el chirriar de la carreta y la lluvia del trigo en la era, iban acompañados por el murmullo de la plegaria de alabanza y gratitud mientras rumiaba las palabras escuchadas en la iglesia. Acariciando la cruz, aprendió a empuñar la mancera. He ahí el misterio de su vida sencilla y alegre, como el canto de la alondra, revolando sobre los mansos bueyes y el vuelo de los mirlos audaces.
TAN POBRE
Alegre y, sin embargo, tan pobre. Isidro no cultivaba su prado, ni su viña; cultivaba el campo de Juan de Vargas, ante quien cada noche se descubría para preguntarle: "Señor amo, ¿adónde hay que ir mañana?" Juan de Vargas le señalaba el plan de cada jornada: sembrar, barbechar, podar las vides, limpiar los sembrados, vendimiar, recoger la cosecha. Y al día siguiente, al alba, Isidro uncía los bueyes y marchaba hacia las colinas onduladas de Carabanchel, hacia las llanuras de Getafe, por las orillas del Manzanares o las umbrías del Jarama. Cuando pasaba cerca de la Almudena o frente a la ermita de Atocha, el corazón le latía con fuerza, su rostro se iluminaba y musitaba palabras de amor. Y las horas del tajo, sin impaciencias ni agobios, pero sin debilidades, esperando el fruto de la cosecha “Tened paciencia, hermanos, como el labrador que aguanta paciente el fruto valioso de la tierra, mientras recibe la lluvia temprana y tardía” Santiago 5, 7. Así, todo el trabajo duro y constante, ennoblecido con las claridades de la fe, con la frente bañada por el oro del cielo, con el alma envuelta en las caricias de la madre tierra.
NO SABÍA LEER
El Cielo y la tierra eran los libros de aquel trabajador animoso que no sabía leer. La tierra, con sus brisas puras, el murmullo de sus aguas claras, el gorjeo de los pájaros y el arrullo de sus fuentes; la tierra, fertilizada por el sudor del labrador, y bendecida por Dios, se renueva año tras año en las hojas verdes de sus árboles, en la belleza silvestre de sus flores, en los estallidos de sus primaveras, en los crepúsculos de sus tardes otoñales, con el aroma de los prados recién segados. Isidro se quedaba quieto, silencioso, extático, con los ojos llenos de lágrimas, porque en aquellas bellezas divisaba el rostro Amado de DIOS. Seguro que no sabia expresar lo que sentía, pero su llanto era la exclamación del contemplativo en la acción, con la jaculatoria del poeta místico Ramón Llull: "¡Oh bondad! ¡Oh amable y adorable y munificentísima bondad!". O la mínima de Francisco de Asís: “Dios mío y mi todo. Loado seas mi Señor por todas las criaturas, por el sol, la luna y la tierra y el agua, que es casta, humilde y pura”.
“El que permanece en mí y yo en él ese da fruto abundante” Juan 15,5. Así, el día se le hacía corto y el trabajo ligero. Bajaban las sombras de las colinas. Colgaba el arado en el ubio, se envolvía en su capote y entraba en la villa, siguiendo la marcha cachazuda de la pareja de bueyes.
LA FAMILIA
Empezaba la vida de familia. A la puerta le esperaba su mujer con su sonrisa y su amor y su paz. María Toribia era también una santa. Un niño salía a ayudar a su padre a desuncir y conducir los bueyes al abrevadero. Era su hijo, que lo era doblemente, porque después de nacer, Isidro le libró de la muerte con la oración. Luego arregla los trastos, cuelga la aguijada, ata los animales, los llama por su nombre, los acaricia y les echa el lienzo en el pesebre, pues, según la copla castellana: “Como amigo y jornalero, - pace el animal el yero, - primero que su señor; - que en casa del labrador, - quien sirve, come primero”. Hasta que llega María restregándose las manos con el delantal: "Pero ¿qué haces, Isidro, no tienes hambre? -le dice cariñosamente-. Ya en la mesa, la olla de verdura con trozos de carne de vaca. Pobre cena pero sabrosa, condimentada con la conformidad y animada con la alegría, la paz y el amor. Y eso todos los días; días incoloros pero ricos a los ojos de Dios. Sin saber cómo, Isidro se ha ido convirtiendo en santo. “Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin” Salmo 1,1. “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante” Juan 15,6 .
Ya puede Isidro rezar con tranquilidad entre los árboles aunque le observe su amo, porque los ángeles empuñan el arado de San Isidro. En 1083 Alfonso VI había entrado por la cuesta de la Vega. El contraste es instructivo y proclama el estilo de Dios cuando nos regala sus santos. “Escondiste estos secretos a los sabios, y los revelaste a las gentes sencillas”. San Isidro labrador era un simple; reconocerlo es admirar los planes de Dios.
Isidro fue un hombre sencillo, su villa era pequeña. Madrid era rica en aguas y en bosques, con su docena de pequeñas parroquias, sus estrechas calles y en cuesta, su alcázar junto al río, su morería y sus murallas. Un puñado de familias cristianas, entre ellas, la de los Vargas, que era la más rica, alrededor de la parroquia de San Andrés, a cuyo servicio estaba Isidro. San Isidro nos ofrece todo un programa de vida sencilla, de honrada laboriosidad, de piedad infantil aunque madura, de caridad fraterna, ejemplo para esta sociedad compleja, llena codicia y de egoísmo, que lamenta hoy el zarpazo del terrorismo atroz y el mundo, sufre la explotación y esclavitud a la espera del nacimiento del nuevo niño heredero. Acontecimientos que laten en el corazón celeste de San Isidro, en su calidad de Patrón de Madrid y, en cierto modo, de España y del mundo que hoy lo celebra.
Fuente: Jesús M. Ballester, Mundo Católico
(*) Periodista
TE.2944.685353
La feligresía mundial y en especial España, celebra en la fecha a San Isidro labrador. Cuarenta años antes de que ocurriera Cicerón había escrito: “De una tienda o de un taller nada noble puede salir”. Años después, en el año primero de la era cristiana, salió de un taller de carpintero el Hijo de Dios. Las mismas manos que crearon el sol y las estrellas y dibujaron las montañas y los mares bravíos, manejaban la sierra, el formón, la garlopa, el martillo y los clavos y trabajaban la madera. Desde entonces, ni la azada ni el arado ni la faena de regar y de escardar tendrían que avergonzarse ante la pluma ni ante el manejo de los medios modernos de comunicación, ni ante las coronas de los reyes. El patrón de aquella villa recién conquistada a los musulmanes, Madrid, hoy capital de España, no es un rey, ni un cardenal, ni un rey poderoso, ni un poeta ni un sabio, ni un jurista, ni un político famoso. El patrón es un obrero humilde, vestido de paño burdo, con gregüescos sucios de barro, con capa parda de capilla, con abarcas y escarpines y con callos en las manos. Es un labrador, San Isidro. Como el Padre de Jesús, cuyas palabras nos transmite San Juan en el evangelio 15,1: “Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador”.
SE POSTRARON LOS REYES
Ante su sepulcro se postraron los reyes, los arquitectos le construyeron templos y los poetas le dedicaron sus versos. Lope de Vega, Calderón de la Barca, Burguillos, Espinel, Guillén de Castro, honraron a este trabajador madrileño. El historiador Gregorio de Argaiz le dedicó un gran libro: "La soledad y el campo, laureados por San Isidro". Fue su misión, laurear el campo, frío, duro, ingrato, calcinado por los soles del verano y estremecido por los hielos de los inviernos. El campo quedó iluminado y fecundado por su paciencia, su inocencia y su trabajo. No hizo nada extraordinario, pero fue un héroe.
Fue un héroe que cumplió el “Ora et labora” benedictino. La oración era el descanso de las rudas faenas; y las faenas eran una oración. Labrando la tierra sudaba y su alma se iluminaba; los golpes de la azada, el chirriar de la carreta y la lluvia del trigo en la era, iban acompañados por el murmullo de la plegaria de alabanza y gratitud mientras rumiaba las palabras escuchadas en la iglesia. Acariciando la cruz, aprendió a empuñar la mancera. He ahí el misterio de su vida sencilla y alegre, como el canto de la alondra, revolando sobre los mansos bueyes y el vuelo de los mirlos audaces.
TAN POBRE
Alegre y, sin embargo, tan pobre. Isidro no cultivaba su prado, ni su viña; cultivaba el campo de Juan de Vargas, ante quien cada noche se descubría para preguntarle: "Señor amo, ¿adónde hay que ir mañana?" Juan de Vargas le señalaba el plan de cada jornada: sembrar, barbechar, podar las vides, limpiar los sembrados, vendimiar, recoger la cosecha. Y al día siguiente, al alba, Isidro uncía los bueyes y marchaba hacia las colinas onduladas de Carabanchel, hacia las llanuras de Getafe, por las orillas del Manzanares o las umbrías del Jarama. Cuando pasaba cerca de la Almudena o frente a la ermita de Atocha, el corazón le latía con fuerza, su rostro se iluminaba y musitaba palabras de amor. Y las horas del tajo, sin impaciencias ni agobios, pero sin debilidades, esperando el fruto de la cosecha “Tened paciencia, hermanos, como el labrador que aguanta paciente el fruto valioso de la tierra, mientras recibe la lluvia temprana y tardía” Santiago 5, 7. Así, todo el trabajo duro y constante, ennoblecido con las claridades de la fe, con la frente bañada por el oro del cielo, con el alma envuelta en las caricias de la madre tierra.
NO SABÍA LEER
El Cielo y la tierra eran los libros de aquel trabajador animoso que no sabía leer. La tierra, con sus brisas puras, el murmullo de sus aguas claras, el gorjeo de los pájaros y el arrullo de sus fuentes; la tierra, fertilizada por el sudor del labrador, y bendecida por Dios, se renueva año tras año en las hojas verdes de sus árboles, en la belleza silvestre de sus flores, en los estallidos de sus primaveras, en los crepúsculos de sus tardes otoñales, con el aroma de los prados recién segados. Isidro se quedaba quieto, silencioso, extático, con los ojos llenos de lágrimas, porque en aquellas bellezas divisaba el rostro Amado de DIOS. Seguro que no sabia expresar lo que sentía, pero su llanto era la exclamación del contemplativo en la acción, con la jaculatoria del poeta místico Ramón Llull: "¡Oh bondad! ¡Oh amable y adorable y munificentísima bondad!". O la mínima de Francisco de Asís: “Dios mío y mi todo. Loado seas mi Señor por todas las criaturas, por el sol, la luna y la tierra y el agua, que es casta, humilde y pura”.
“El que permanece en mí y yo en él ese da fruto abundante” Juan 15,5. Así, el día se le hacía corto y el trabajo ligero. Bajaban las sombras de las colinas. Colgaba el arado en el ubio, se envolvía en su capote y entraba en la villa, siguiendo la marcha cachazuda de la pareja de bueyes.
LA FAMILIA
Empezaba la vida de familia. A la puerta le esperaba su mujer con su sonrisa y su amor y su paz. María Toribia era también una santa. Un niño salía a ayudar a su padre a desuncir y conducir los bueyes al abrevadero. Era su hijo, que lo era doblemente, porque después de nacer, Isidro le libró de la muerte con la oración. Luego arregla los trastos, cuelga la aguijada, ata los animales, los llama por su nombre, los acaricia y les echa el lienzo en el pesebre, pues, según la copla castellana: “Como amigo y jornalero, - pace el animal el yero, - primero que su señor; - que en casa del labrador, - quien sirve, come primero”. Hasta que llega María restregándose las manos con el delantal: "Pero ¿qué haces, Isidro, no tienes hambre? -le dice cariñosamente-. Ya en la mesa, la olla de verdura con trozos de carne de vaca. Pobre cena pero sabrosa, condimentada con la conformidad y animada con la alegría, la paz y el amor. Y eso todos los días; días incoloros pero ricos a los ojos de Dios. Sin saber cómo, Isidro se ha ido convirtiendo en santo. “Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin” Salmo 1,1. “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante” Juan 15,6 .
Ya puede Isidro rezar con tranquilidad entre los árboles aunque le observe su amo, porque los ángeles empuñan el arado de San Isidro. En 1083 Alfonso VI había entrado por la cuesta de la Vega. El contraste es instructivo y proclama el estilo de Dios cuando nos regala sus santos. “Escondiste estos secretos a los sabios, y los revelaste a las gentes sencillas”. San Isidro labrador era un simple; reconocerlo es admirar los planes de Dios.
Isidro fue un hombre sencillo, su villa era pequeña. Madrid era rica en aguas y en bosques, con su docena de pequeñas parroquias, sus estrechas calles y en cuesta, su alcázar junto al río, su morería y sus murallas. Un puñado de familias cristianas, entre ellas, la de los Vargas, que era la más rica, alrededor de la parroquia de San Andrés, a cuyo servicio estaba Isidro. San Isidro nos ofrece todo un programa de vida sencilla, de honrada laboriosidad, de piedad infantil aunque madura, de caridad fraterna, ejemplo para esta sociedad compleja, llena codicia y de egoísmo, que lamenta hoy el zarpazo del terrorismo atroz y el mundo, sufre la explotación y esclavitud a la espera del nacimiento del nuevo niño heredero. Acontecimientos que laten en el corazón celeste de San Isidro, en su calidad de Patrón de Madrid y, en cierto modo, de España y del mundo que hoy lo celebra.
Fuente: Jesús M. Ballester, Mundo Católico
(*) Periodista
TE.2944.685353
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