Por Romina Ferraris
Este texto fue leído en “Chupate esa mandarina”, columna que la periodista tiene todos los sábados en el programa Radio Babel, que se emite de 12 a 14 por FM Sol Esquel.
Hace pocos días tuve la oportunidad de ver el programa “La Liga” en el que analizaron la violencia adolescente. Confieso que las declaraciones de los chicos y las imágenes que vi me provocaron pavor. No por una cuestión moralista ni pacata sino porque no podía concebir que la única diversión de los pendejos, lo único que les provocaba placer y adrenalina era –perdonen la expresión pero no hay otra manera de decirlo- cagarse a palos. Y no sólo eso. La crueldad era aún peor porque muchos admitían que en el momento de la pelea ni siquiera existían límites entre la vida y la muerte. Ergo: si puedo, te mato. Y sabemos que en muchos casos esas peleas se convirtieron en asesinatos.
Enseguida me remití a mi infancia (si, ya sé, fue hace mucho, no carguen) y a mis años de secundaria y no pude encontrar allí ni un atisbo de esa violencia que se practica hoy.
No éramos santos ni mucho menos y hacíamos boludeces pero jamás se nos hubiese ocurrido divertirnos a las piñas. Obviamente las pelas, sobre todo entre varones o grupitos, siempre existieron y son parte de la vida misma pero no constituían una herramienta de diversión o distracción morbosa. En todo caso se utilizaban para dirimir cuestiones de polleras u otras minucias y no pasaban de grotescos golpecitos.
Tampoco quiero decir con esto que todo tiempo pasado fue mejor; no soy nostálgica de aquello que fue. Nuestra generación, la que nació en plena dictadura y creció en medio de la reconstrucción democrática también tuvo muchas falencias, entre ellas la despolitización. Pero creo que todavía no habíamos derrapado. Quedaba un atisbo de esperanza y muchos, pese a la educación lavada que recibimos, pudimos salir de la burbuja gracias a la base familiar sólida que teníamos. Y cuando hablo de base me refiero a valores (no religiosos); me refiero a límites (no impuestos a los golpes aunque yo me he comido más de un chirlo y varias tiradas de pelo y no estoy de acuerdo con el castigo físico); me refiero a contención emocional; a la atención que nos brindaban nuestros padres pese a que laburaban todo el día como locos, a que venían golpeados por épocas negras de nuestro país, a que mi viejo se levantaba a las 4 de la mañana y a la noche igual tenía ganas de contarnos un cuento antes de irnos a dormir.
Recuerdo también un detalle significativo. En la parte más alta del modular de mi casa, mis viejos guardaban una colección de revistas pequeñas que se llamaba “Padres” o “Ser padres hoy”, algo así. Además tenías tres libros de tapa dura y bien roja con la misma temática. Durante mucho tiempo, mis hermanos y yo no pudimos leerlos porque no llegábamos a agarrarlos (esa era la idea). Yo nunca llegué porque no crecí mucho (chiste) pero cuando mi hermano pudo subirse a una silla lo logramos. Mentira, las leí yo. Quizás eran publicaciones tontas pero mostraban la preocupación de mis viejos por “aprender” a ser padres, mostraban su voluntad por serlo.
No sé. Podría poner miles de ejemplos para demostrar que mis viejos y el resto de la familia (léase tíos, abuelos, amigos de mis padres), con todas sus falencias y errores, no sólo se preocuparon sino que además se ocuparon de nosotros: nos enseñaron los valores básicos y más importantes, nos ayudaban con los deberes, nos incentivaban –pese a las limitaciones económicas- a conocer el mundo de la literatura, del cine, nos dejaban jugar, compartir meriendas con amigos, nos llevaban a la plaza. Mis padres y muchos de los padres que conocí en mi infancia, no habían ido a la facultad, no nadaban en guita ni mucho menos, algunos eran un poco más autoritarios que otros, algunos eran más cariñosos que otros, pero todos, indefectiblemente, nos tuvieron con responsabilidad.
Y me parece que ahí está el quid de la cuestión en estos tiempos. Podemos, claro, hacer miles de análisis socio-políticos y económicos para demostrar por qué llegamos a este punto. Podemos hablar de las secuelas de la feroz dictadura, de la generación que se perdió, de los destrozos de la hiperinflación, el neoliberalismo menemista, del 2001 y hasta de la nefasta Ley Federal de Educación, pero yo creo que lo que se perdió es algo aún más grave: se perdió, en muchos casos (no en todos, por supuesto) la noción de la responsabilidad que implica ser padre, el trabajo que implica ser padre, la dedicación que implica ser padre.
Hace poco leí dos columnas de opinión en el diario Crítica que me parecieron muy atinadas: una del periodista Osvaldo Bazán, con el que no simpatizo pero que me sorprendió con su relato, y otra de Fernando Peña.
Los dos hablaban más o menos de lo mismo: la disyuntiva de tener o no hijos y por qué y para qué traerlos al mundo. Y los dos (y yo adhiero) planteaban básicamente que no sirve tener un hijo como un acto de egoísmo, como un capricho.
En definitiva, creo que hoy pasa eso: muchos nuevos padres (aclaro nuevamente: no todos) desbordan egoísmo, desbordan capricho, pero no se les cae una gota de responsabilidad ante el nuevo ser que tienen frente a ellos.
No los tienen, los expulsan, los tiran al mundo sin amor, sin valores, sin contención, sin diálogo, sin buena comida (los que no tienen porque no tienen y los que tienen porque terminan en el Mc Donald´s), sin educación (porque no se las dan en casa y porque el Estado deja mucho que desear), sin cultura (porque ni siquiera se preocupan por comprarles un librito para pintar). En definitiva, los tiran sin amor, sin respeto por el otro y el resultado de una ecuación con estos antecedentes puede ser uno sólo: el desprecio por ese otro, la violencia como único método de expresión, de comunicación, de relación, de disputa de poder. Es verdad, la realidad y los ejemplos que el mundo les da no ayudan pero si encima la base no está, estamos realmente jodidos.
Quizá sea el momento para que los que aún no somos padres empecemos a pensar si realmente estamos preparados o si realmente queremos traer un hijo al mundo. Que nos despejemos de nuestro egoísmo de querer prolongar nuestro ser en otro y analicemos realmente la responsabilidad que implica dar vida. Si después de eso todavía queremos tenerlo, adelante, siempre teniendo que cuenta que ese compromiso no tiene fecha de vencimiento; si no estamos seguros, calmemos nuestro capricho con un auto o una play station. Y no jodamos al propio niño. Ni al resto. Porque las consecuencias, y eso está a la vista, pueden ser funestas.
Este texto fue leído en “Chupate esa mandarina”, columna que la periodista tiene todos los sábados en el programa Radio Babel, que se emite de 12 a 14 por FM Sol Esquel.
Hace pocos días tuve la oportunidad de ver el programa “La Liga” en el que analizaron la violencia adolescente. Confieso que las declaraciones de los chicos y las imágenes que vi me provocaron pavor. No por una cuestión moralista ni pacata sino porque no podía concebir que la única diversión de los pendejos, lo único que les provocaba placer y adrenalina era –perdonen la expresión pero no hay otra manera de decirlo- cagarse a palos. Y no sólo eso. La crueldad era aún peor porque muchos admitían que en el momento de la pelea ni siquiera existían límites entre la vida y la muerte. Ergo: si puedo, te mato. Y sabemos que en muchos casos esas peleas se convirtieron en asesinatos.
Enseguida me remití a mi infancia (si, ya sé, fue hace mucho, no carguen) y a mis años de secundaria y no pude encontrar allí ni un atisbo de esa violencia que se practica hoy.
No éramos santos ni mucho menos y hacíamos boludeces pero jamás se nos hubiese ocurrido divertirnos a las piñas. Obviamente las pelas, sobre todo entre varones o grupitos, siempre existieron y son parte de la vida misma pero no constituían una herramienta de diversión o distracción morbosa. En todo caso se utilizaban para dirimir cuestiones de polleras u otras minucias y no pasaban de grotescos golpecitos.
Tampoco quiero decir con esto que todo tiempo pasado fue mejor; no soy nostálgica de aquello que fue. Nuestra generación, la que nació en plena dictadura y creció en medio de la reconstrucción democrática también tuvo muchas falencias, entre ellas la despolitización. Pero creo que todavía no habíamos derrapado. Quedaba un atisbo de esperanza y muchos, pese a la educación lavada que recibimos, pudimos salir de la burbuja gracias a la base familiar sólida que teníamos. Y cuando hablo de base me refiero a valores (no religiosos); me refiero a límites (no impuestos a los golpes aunque yo me he comido más de un chirlo y varias tiradas de pelo y no estoy de acuerdo con el castigo físico); me refiero a contención emocional; a la atención que nos brindaban nuestros padres pese a que laburaban todo el día como locos, a que venían golpeados por épocas negras de nuestro país, a que mi viejo se levantaba a las 4 de la mañana y a la noche igual tenía ganas de contarnos un cuento antes de irnos a dormir.
Recuerdo también un detalle significativo. En la parte más alta del modular de mi casa, mis viejos guardaban una colección de revistas pequeñas que se llamaba “Padres” o “Ser padres hoy”, algo así. Además tenías tres libros de tapa dura y bien roja con la misma temática. Durante mucho tiempo, mis hermanos y yo no pudimos leerlos porque no llegábamos a agarrarlos (esa era la idea). Yo nunca llegué porque no crecí mucho (chiste) pero cuando mi hermano pudo subirse a una silla lo logramos. Mentira, las leí yo. Quizás eran publicaciones tontas pero mostraban la preocupación de mis viejos por “aprender” a ser padres, mostraban su voluntad por serlo.
No sé. Podría poner miles de ejemplos para demostrar que mis viejos y el resto de la familia (léase tíos, abuelos, amigos de mis padres), con todas sus falencias y errores, no sólo se preocuparon sino que además se ocuparon de nosotros: nos enseñaron los valores básicos y más importantes, nos ayudaban con los deberes, nos incentivaban –pese a las limitaciones económicas- a conocer el mundo de la literatura, del cine, nos dejaban jugar, compartir meriendas con amigos, nos llevaban a la plaza. Mis padres y muchos de los padres que conocí en mi infancia, no habían ido a la facultad, no nadaban en guita ni mucho menos, algunos eran un poco más autoritarios que otros, algunos eran más cariñosos que otros, pero todos, indefectiblemente, nos tuvieron con responsabilidad.
Y me parece que ahí está el quid de la cuestión en estos tiempos. Podemos, claro, hacer miles de análisis socio-políticos y económicos para demostrar por qué llegamos a este punto. Podemos hablar de las secuelas de la feroz dictadura, de la generación que se perdió, de los destrozos de la hiperinflación, el neoliberalismo menemista, del 2001 y hasta de la nefasta Ley Federal de Educación, pero yo creo que lo que se perdió es algo aún más grave: se perdió, en muchos casos (no en todos, por supuesto) la noción de la responsabilidad que implica ser padre, el trabajo que implica ser padre, la dedicación que implica ser padre.
Hace poco leí dos columnas de opinión en el diario Crítica que me parecieron muy atinadas: una del periodista Osvaldo Bazán, con el que no simpatizo pero que me sorprendió con su relato, y otra de Fernando Peña.
Los dos hablaban más o menos de lo mismo: la disyuntiva de tener o no hijos y por qué y para qué traerlos al mundo. Y los dos (y yo adhiero) planteaban básicamente que no sirve tener un hijo como un acto de egoísmo, como un capricho.
En definitiva, creo que hoy pasa eso: muchos nuevos padres (aclaro nuevamente: no todos) desbordan egoísmo, desbordan capricho, pero no se les cae una gota de responsabilidad ante el nuevo ser que tienen frente a ellos.
No los tienen, los expulsan, los tiran al mundo sin amor, sin valores, sin contención, sin diálogo, sin buena comida (los que no tienen porque no tienen y los que tienen porque terminan en el Mc Donald´s), sin educación (porque no se las dan en casa y porque el Estado deja mucho que desear), sin cultura (porque ni siquiera se preocupan por comprarles un librito para pintar). En definitiva, los tiran sin amor, sin respeto por el otro y el resultado de una ecuación con estos antecedentes puede ser uno sólo: el desprecio por ese otro, la violencia como único método de expresión, de comunicación, de relación, de disputa de poder. Es verdad, la realidad y los ejemplos que el mundo les da no ayudan pero si encima la base no está, estamos realmente jodidos.
Quizá sea el momento para que los que aún no somos padres empecemos a pensar si realmente estamos preparados o si realmente queremos traer un hijo al mundo. Que nos despejemos de nuestro egoísmo de querer prolongar nuestro ser en otro y analicemos realmente la responsabilidad que implica dar vida. Si después de eso todavía queremos tenerlo, adelante, siempre teniendo que cuenta que ese compromiso no tiene fecha de vencimiento; si no estamos seguros, calmemos nuestro capricho con un auto o una play station. Y no jodamos al propio niño. Ni al resto. Porque las consecuencias, y eso está a la vista, pueden ser funestas.
0 Comentá esta nota:
Publicar un comentario