Texto Milagros Barberis
Fotos: Conrado Ferre
Es sábado al mediodía. Puerto Madryn está tapado de sol y una cálida brisa marina llega desde el Golfo Nuevo. Cambiamos la playa por el auto y avanzamos por la ruta provincial 2 hasta adentrarnos en un paisaje que nos acompañará hasta Puerto Pirámides: la aridez de la meseta patagónica en choque permanente con el azul del cielo y el mar.
El camino se dirige hacia el istmo Florentino Ameghino, ese pedazo de tierra que mantiene unida la Península de Valdés al Continente y que en su tramo más angosto -seis kilómetros- permite ver el golfo San José (al norte) y el Nuevo (al sur), donde se enclava Puerto Pirámides.
Esta pintoresca villa de casas coloridas, diseñadas en chapa y en madera, está protegida por enormes acantilados color arena que se abren al mar. Llegamos en plena temporada de ballenas y el pueblo costero está visiblemente activo: las lanchas se turnan para entrar y salir del agua; los turistas intercambian experiencias en idiomas varios y desde los bolichitos llega ese olor a mariscos recién hechos.
En la primera bajada está la oficina de preembarque de la empresa Bottazzi, el punto de partida de nuestra excursión. Son las 13:30 cuando los chicos del staff nos empiezan a preparar, uno por uno, para hacer el viaje mar adentro. La tarea consiste en vestirnos con capas impermeables amarillas y, sobre éstas, los salvavidas reglamentarios.
Con la clásica imagen de la cola de ballena en mente, vamos subiendo a la embarcación mediana de la empresa donde nos espera toda la troupe de Bottazzi: un guía especializado, un traductor, un camarógrafo que registraría todo en video y el capitán. Es una tarde de viento norte, una condición no muy recomendable para el avistaje, pero nos echamos a suerte.
Una vez que zarpa la lancha el guía se convierte en una suerte de gurú que todos, por turnos, no dudamos en consultar. Nos cuenta que los ejemplares de Ballena Franca Austral llegan todos los años hasta estas latitudes para reproducirse, parir y criar a los ballenatos que nacieron el año pasado en las mismas aguas; dice además que la hembra adulta mide hasta 18 metros y pesa hasta 50 toneladas y que un ballenato tiene una extensión de entre 3 y 5 metros y tres toneladas de peso.
Mientras nos internamos en el Golfo Nuevo bordeamos una plataforma de piedra arenosa donde se asienta una colonia de Cormoranes, una especie de ave que se alimenta de peces. Más atrás viene planeando un Petrel oscuro que intenta saciar su instinto carroñero con los restos de un ballenato muerto hace unas semanas.
Seguimos avanzando hasta identificar la característica estela de agua, en forma de “V”, que escupe la Ballena Franca Austral. La embarcación se acerca a una distancia prudencial y los pasajeros, a pedido de la troupe, nos acomodamos de tal forma que todos podemos sacar fotos independientemente del lado en que estemos. Es sólo el principio de un largo avistaje.
El guía siempre está tres pasos delante de nosotros y nos avisa para qué sector del azul mirar. La lancha avanza hacia donde el agua se agita. El lomo oscuro de una ballena madre emerge muy cerca nuestro dejándonos ver una cabeza repleta de callosidades blancas. Nuestro gurú cuenta que la disposición de esas protuberancias (tejido cubierto de parásitos), nunca se repite entre los ejemplares y que, por este motivo, constituye algo similar a la huella dactilar del cetáceo. Mientras escuchamos la explicación, un ballenato se aleja a los saltos hacia la costa.
Más adelante, una ballena preñada se dispone a darnos el espectáculo de colas que estábamos buscando. Y la sigue otra. Por allá, un ballenato que emerge tímido se acerca a la embarcación y la cruza por debajo. La cámara no tiene paz. Un rato después aparece una llamativa ballena gris (cuando nació, cuenta el guía, era blanca) tratando de escapar de los picotazos de una gaviota, que se impacienta por arrancarle la piel seca en pleno vuelo.
La naturaleza da una función tras otra sin intervalo. La hora y media que iba a durar el avistaje está llegando a los 120 minutos cuando la embarcación emprende su regreso. En la lancha ya no se escuchan preguntas, ni exclamaciones, ni flashes. Sólo queda el silbido del viento y decenas de imágenes frescas que grafican una intransferible tarde entre ballenas.
Fotos: Conrado Ferre
Es sábado al mediodía. Puerto Madryn está tapado de sol y una cálida brisa marina llega desde el Golfo Nuevo. Cambiamos la playa por el auto y avanzamos por la ruta provincial 2 hasta adentrarnos en un paisaje que nos acompañará hasta Puerto Pirámides: la aridez de la meseta patagónica en choque permanente con el azul del cielo y el mar.
El camino se dirige hacia el istmo Florentino Ameghino, ese pedazo de tierra que mantiene unida la Península de Valdés al Continente y que en su tramo más angosto -seis kilómetros- permite ver el golfo San José (al norte) y el Nuevo (al sur), donde se enclava Puerto Pirámides.
Esta pintoresca villa de casas coloridas, diseñadas en chapa y en madera, está protegida por enormes acantilados color arena que se abren al mar. Llegamos en plena temporada de ballenas y el pueblo costero está visiblemente activo: las lanchas se turnan para entrar y salir del agua; los turistas intercambian experiencias en idiomas varios y desde los bolichitos llega ese olor a mariscos recién hechos.
En la primera bajada está la oficina de preembarque de la empresa Bottazzi, el punto de partida de nuestra excursión. Son las 13:30 cuando los chicos del staff nos empiezan a preparar, uno por uno, para hacer el viaje mar adentro. La tarea consiste en vestirnos con capas impermeables amarillas y, sobre éstas, los salvavidas reglamentarios.
Con la clásica imagen de la cola de ballena en mente, vamos subiendo a la embarcación mediana de la empresa donde nos espera toda la troupe de Bottazzi: un guía especializado, un traductor, un camarógrafo que registraría todo en video y el capitán. Es una tarde de viento norte, una condición no muy recomendable para el avistaje, pero nos echamos a suerte.
Una vez que zarpa la lancha el guía se convierte en una suerte de gurú que todos, por turnos, no dudamos en consultar. Nos cuenta que los ejemplares de Ballena Franca Austral llegan todos los años hasta estas latitudes para reproducirse, parir y criar a los ballenatos que nacieron el año pasado en las mismas aguas; dice además que la hembra adulta mide hasta 18 metros y pesa hasta 50 toneladas y que un ballenato tiene una extensión de entre 3 y 5 metros y tres toneladas de peso.
Mientras nos internamos en el Golfo Nuevo bordeamos una plataforma de piedra arenosa donde se asienta una colonia de Cormoranes, una especie de ave que se alimenta de peces. Más atrás viene planeando un Petrel oscuro que intenta saciar su instinto carroñero con los restos de un ballenato muerto hace unas semanas.
Seguimos avanzando hasta identificar la característica estela de agua, en forma de “V”, que escupe la Ballena Franca Austral. La embarcación se acerca a una distancia prudencial y los pasajeros, a pedido de la troupe, nos acomodamos de tal forma que todos podemos sacar fotos independientemente del lado en que estemos. Es sólo el principio de un largo avistaje.
El guía siempre está tres pasos delante de nosotros y nos avisa para qué sector del azul mirar. La lancha avanza hacia donde el agua se agita. El lomo oscuro de una ballena madre emerge muy cerca nuestro dejándonos ver una cabeza repleta de callosidades blancas. Nuestro gurú cuenta que la disposición de esas protuberancias (tejido cubierto de parásitos), nunca se repite entre los ejemplares y que, por este motivo, constituye algo similar a la huella dactilar del cetáceo. Mientras escuchamos la explicación, un ballenato se aleja a los saltos hacia la costa.
Más adelante, una ballena preñada se dispone a darnos el espectáculo de colas que estábamos buscando. Y la sigue otra. Por allá, un ballenato que emerge tímido se acerca a la embarcación y la cruza por debajo. La cámara no tiene paz. Un rato después aparece una llamativa ballena gris (cuando nació, cuenta el guía, era blanca) tratando de escapar de los picotazos de una gaviota, que se impacienta por arrancarle la piel seca en pleno vuelo.
La naturaleza da una función tras otra sin intervalo. La hora y media que iba a durar el avistaje está llegando a los 120 minutos cuando la embarcación emprende su regreso. En la lancha ya no se escuchan preguntas, ni exclamaciones, ni flashes. Sólo queda el silbido del viento y decenas de imágenes frescas que grafican una intransferible tarde entre ballenas.
Todas las imágenes de la excusión están disponibles en www.puertae.com.ar
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