Enviado por Gustavo Macayo
Por Naomi Klein - The Guardian *
Todos los participantes presentes en la reunión de la asamblea municipal habían sido instruidos repetidamente para que mostraran urbanidad hacia los señores de BP y el gobierno federal. Esos distinguidos personajes habían dedicado tiempo en sus agendas repletas para ir a un gimnasio de escuela secundaria un martes por la noche en Plaquemines Parish, Luisiana, una de numerosas comunidades costeras donde el veneno marrón penetra los humedales, parte de lo que ha llegado a ser descrito como el mayor desastre ecológico en la historia de EE.UU.
“Hablad con los demás como quisierais que os hablaran”, rogó el presidente de la reunión por última vez antes de dar la palabra para hacer preguntas.
Y durante un momento la multitud, compuesta sobre todo de familias de pescadores, mostró un notable autocontrol. Escucharon pacientemente a Larry Thomas, un afable agente de relaciones públicas de BP, mientras les decía que se comprometía a “hacerlo mejor” en el procesamiento de sus demandas por pérdida de ingresos –luego pasó todos los detalles a un subcontratista mucho menos amistoso- Escucharon hasta el fin al dandi de la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus siglas en inglés) mientras les decía que, contrariamente a lo que han leído sobre la falta de ensayos y que el producto está prohibido en Gran Bretaña, el dispersante químico que se pulveriza en cantidades masivas sobre el petróleo es realmente seguro.
Pero la paciencia comenzó a acabarse cuando Ed Stanton, capitán de los guardacostas, subió al podio por tercera vez para tranquilizarlos con la declaración de que “los guardacostas quieren asegurarse de que BP lo limpiará”.
"¡Póngalo por escrito!” gritó alguien. A estas alturas el aire acondicionado había dejado de funcionar y las neveras de Budweiser comenzaban a agotarse. Un camaronero llamado Matt O'Brien se acercó al micrófono. “No tenemos que escuchar más esto”, declaró con las manos sobre las caderas. No importa cuántas promesas nos ofrecen porque, explicó, “¡simplemente no confiamos en ustedes! Y al oírlo, le dieron tal ovación que se hubiera pensado que los Oilers (el desafortunado nombre del equipo de fútbol estadounidense de la escuela) había apuntado un tanto.
El enfrentamiento fue catártico, por lo menos. Durante semanas los residentes habían sufrido una andanada de palabras de aliento y promesas extravagantes provenientes de Washington, Houston y Londres. Cada vez que encendían sus televisiones veían al jefe de BP, Tony Hayward, dando su palabra solemne de que “lo arreglaré”. O al presidente Barack Obama expresando su absoluta confianza en que su Gobierno “dejaría la costa del Golfo mejor que antes”, que estaba “asegurando” que “volvería a ser aún más fuerte de lo que era antes de esta crisis”. Leé acá la nota completa
* Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Por Naomi Klein - The Guardian *
Todos los participantes presentes en la reunión de la asamblea municipal habían sido instruidos repetidamente para que mostraran urbanidad hacia los señores de BP y el gobierno federal. Esos distinguidos personajes habían dedicado tiempo en sus agendas repletas para ir a un gimnasio de escuela secundaria un martes por la noche en Plaquemines Parish, Luisiana, una de numerosas comunidades costeras donde el veneno marrón penetra los humedales, parte de lo que ha llegado a ser descrito como el mayor desastre ecológico en la historia de EE.UU.
“Hablad con los demás como quisierais que os hablaran”, rogó el presidente de la reunión por última vez antes de dar la palabra para hacer preguntas.
Y durante un momento la multitud, compuesta sobre todo de familias de pescadores, mostró un notable autocontrol. Escucharon pacientemente a Larry Thomas, un afable agente de relaciones públicas de BP, mientras les decía que se comprometía a “hacerlo mejor” en el procesamiento de sus demandas por pérdida de ingresos –luego pasó todos los detalles a un subcontratista mucho menos amistoso- Escucharon hasta el fin al dandi de la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus siglas en inglés) mientras les decía que, contrariamente a lo que han leído sobre la falta de ensayos y que el producto está prohibido en Gran Bretaña, el dispersante químico que se pulveriza en cantidades masivas sobre el petróleo es realmente seguro.
Pero la paciencia comenzó a acabarse cuando Ed Stanton, capitán de los guardacostas, subió al podio por tercera vez para tranquilizarlos con la declaración de que “los guardacostas quieren asegurarse de que BP lo limpiará”.
"¡Póngalo por escrito!” gritó alguien. A estas alturas el aire acondicionado había dejado de funcionar y las neveras de Budweiser comenzaban a agotarse. Un camaronero llamado Matt O'Brien se acercó al micrófono. “No tenemos que escuchar más esto”, declaró con las manos sobre las caderas. No importa cuántas promesas nos ofrecen porque, explicó, “¡simplemente no confiamos en ustedes! Y al oírlo, le dieron tal ovación que se hubiera pensado que los Oilers (el desafortunado nombre del equipo de fútbol estadounidense de la escuela) había apuntado un tanto.
El enfrentamiento fue catártico, por lo menos. Durante semanas los residentes habían sufrido una andanada de palabras de aliento y promesas extravagantes provenientes de Washington, Houston y Londres. Cada vez que encendían sus televisiones veían al jefe de BP, Tony Hayward, dando su palabra solemne de que “lo arreglaré”. O al presidente Barack Obama expresando su absoluta confianza en que su Gobierno “dejaría la costa del Golfo mejor que antes”, que estaba “asegurando” que “volvería a ser aún más fuerte de lo que era antes de esta crisis”. Leé acá la nota completa
* Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
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