Enviado por Gustavo Macayo
Fuente: La Voz Entrerriana
El 7 de diciembre unas 200 familias de la Villa 20, una de los barrios informales de Buenos Aires, ocuparon una parte del Parque Indoamericano, uno de los mayores espacios verdes de la ciudad con algo más de cien hectáreas. En las horas siguientes la toma creció hasta superar las cinco mil personas, aunque el censo oficial posterior (de urgencia) apunta 13.333 ocupantes, incluyendo familias enteras con niños y ancianos. Esa misma noche las policías Federal y Metropolitana, la primera a cargo del gobierno nacional de Cristina Fernández y la segunda al mando del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires de Mauricio Macri, intentaron desalojar a los ocupantes asesinando a un joven paraguayo de 22 años y a una mujer boliviana de 28.
El gobierno nacional, por su parte, no reconoció su responsabilidad en los crímenes del primer día ejecutados por la Policía Federal, y culpó al gobierno de la ciudad de Macri, tanto por sus dichos racistas como por la falta de políticas públicas de vivienda, en ambos casos con entera razón. Por detrás y por debajo de este trágico sainete palaciego, cuyo trasfondo son las elecciones presidenciales a celebrarse en apenas diez meses, está la cruda realidad de los más pobres.
La derecha denuncia, como hizo el diario La Nación, la multiplicación de la población en las más de 20 villas de la capital. Sólo la Villa 31, en el céntrico barrio de Retiro, duplicó su población de 25 a 50 mil personas en diez años. Los datos confirman un crecimiento exponencial: en 2006 había 819 villas entre capital y área metropolitana de Buenos Aires con un millón de habitantes. Hoy serían ya dos millones, mientras en la capital llegarían a 235 mil personas viviendo en villas, un 7% de la ciudad. Un estudio de la Universidad de General Sarmiento estima que la población en villas crece diez veces más rápido que la del país. “Un tsunami silencioso” se queja el diario de la derecha.
Lo que no dice ni la derecha ni el gobierno, es que ese tsunami es consecuencia del modelo extractivista que unos y otros apoyan. El modelo de los monocultivos de soja (20 millones de hectáreas de las mejores tierras argentinas) y de la minería a cielo abierto está expulsando millones de argentinos, en general campesinos pobres, de sus tierras. Ese mismo modelo ha expulsado a los dos millones de paraguayos y al millón de bolivianos que llegaron a Argentina en los últimos años, cuando ya no pudieron seguir viviendo en sus parcelas, quemadas por el glifosato o contaminadas sus aguas con mercurio.
Lo que es innegable es que los recientes conflictos desnudan la falta de políticas de acceso a la vivienda que afectan a miles de argentinos. Lo mismo se puede decir de la falta de políticas inmigratorias, ya que no existe ningún país en el mundo que deje librado al azar el ingreso de personas. De hecho, Bolivia, con un criterio mucho más realista, ha implementado en los años que van del gobierno de Evo Morales, políticas de reciprocidad inmigratoria con casi todos los países del mundo, incluyendo EEUU y la Unión Europea. No sólo se trata de que las personas puedan ingresar libremente a la Argentina o a cualquier país, sino que el Estado pueda garantizarles el acceso al trabajo, a la educación, a la salud y a la vivienda, al mismo nivel que los demás habitantes. ¿Estará en condiciones de hacerlo el Estado argentino, cuando no lo hace siquiera con sus nacionales? De hecho hay cientos de familias que esperan desde hace muchos años acceder a una vivienda o a un terreno donde construir, como ocurre en la Patagonia, donde pese a existir muchas tierras aptas, la mayoría se encuentran en poder de unos pocos particulares, muchos de ellos grandes empresas transnacionales de capital anónimo. Lo cierto es que los Estados Provinciales y Municipales, al igual que el Estado Nacional y el de la Ciudad de Bs. As. tampoco se atreven a tocar esos intereses para implementar políticas realistas de acceso a la vivienda y a la tierra, que reducirían rápidamente los niveles de pobreza, hambre y desocupación.
Es oportuno señalar que en los últimos años, el acceso a la vivienda se ha convertido en una de las herramientas más fuertes del clientelismo político del Estado, que premia y castiga a los ciudadanos por su "adhesión" a determinadas fuerzas electorales.
Nota relacionada: Opinión: “La crisis causó tres nuevas muertes”
Fuente: La Voz Entrerriana
El 7 de diciembre unas 200 familias de la Villa 20, una de los barrios informales de Buenos Aires, ocuparon una parte del Parque Indoamericano, uno de los mayores espacios verdes de la ciudad con algo más de cien hectáreas. En las horas siguientes la toma creció hasta superar las cinco mil personas, aunque el censo oficial posterior (de urgencia) apunta 13.333 ocupantes, incluyendo familias enteras con niños y ancianos. Esa misma noche las policías Federal y Metropolitana, la primera a cargo del gobierno nacional de Cristina Fernández y la segunda al mando del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires de Mauricio Macri, intentaron desalojar a los ocupantes asesinando a un joven paraguayo de 22 años y a una mujer boliviana de 28.
El gobierno nacional, por su parte, no reconoció su responsabilidad en los crímenes del primer día ejecutados por la Policía Federal, y culpó al gobierno de la ciudad de Macri, tanto por sus dichos racistas como por la falta de políticas públicas de vivienda, en ambos casos con entera razón. Por detrás y por debajo de este trágico sainete palaciego, cuyo trasfondo son las elecciones presidenciales a celebrarse en apenas diez meses, está la cruda realidad de los más pobres.
La derecha denuncia, como hizo el diario La Nación, la multiplicación de la población en las más de 20 villas de la capital. Sólo la Villa 31, en el céntrico barrio de Retiro, duplicó su población de 25 a 50 mil personas en diez años. Los datos confirman un crecimiento exponencial: en 2006 había 819 villas entre capital y área metropolitana de Buenos Aires con un millón de habitantes. Hoy serían ya dos millones, mientras en la capital llegarían a 235 mil personas viviendo en villas, un 7% de la ciudad. Un estudio de la Universidad de General Sarmiento estima que la población en villas crece diez veces más rápido que la del país. “Un tsunami silencioso” se queja el diario de la derecha.
Lo que no dice ni la derecha ni el gobierno, es que ese tsunami es consecuencia del modelo extractivista que unos y otros apoyan. El modelo de los monocultivos de soja (20 millones de hectáreas de las mejores tierras argentinas) y de la minería a cielo abierto está expulsando millones de argentinos, en general campesinos pobres, de sus tierras. Ese mismo modelo ha expulsado a los dos millones de paraguayos y al millón de bolivianos que llegaron a Argentina en los últimos años, cuando ya no pudieron seguir viviendo en sus parcelas, quemadas por el glifosato o contaminadas sus aguas con mercurio.
Lo que es innegable es que los recientes conflictos desnudan la falta de políticas de acceso a la vivienda que afectan a miles de argentinos. Lo mismo se puede decir de la falta de políticas inmigratorias, ya que no existe ningún país en el mundo que deje librado al azar el ingreso de personas. De hecho, Bolivia, con un criterio mucho más realista, ha implementado en los años que van del gobierno de Evo Morales, políticas de reciprocidad inmigratoria con casi todos los países del mundo, incluyendo EEUU y la Unión Europea. No sólo se trata de que las personas puedan ingresar libremente a la Argentina o a cualquier país, sino que el Estado pueda garantizarles el acceso al trabajo, a la educación, a la salud y a la vivienda, al mismo nivel que los demás habitantes. ¿Estará en condiciones de hacerlo el Estado argentino, cuando no lo hace siquiera con sus nacionales? De hecho hay cientos de familias que esperan desde hace muchos años acceder a una vivienda o a un terreno donde construir, como ocurre en la Patagonia, donde pese a existir muchas tierras aptas, la mayoría se encuentran en poder de unos pocos particulares, muchos de ellos grandes empresas transnacionales de capital anónimo. Lo cierto es que los Estados Provinciales y Municipales, al igual que el Estado Nacional y el de la Ciudad de Bs. As. tampoco se atreven a tocar esos intereses para implementar políticas realistas de acceso a la vivienda y a la tierra, que reducirían rápidamente los niveles de pobreza, hambre y desocupación.
Es oportuno señalar que en los últimos años, el acceso a la vivienda se ha convertido en una de las herramientas más fuertes del clientelismo político del Estado, que premia y castiga a los ciudadanos por su "adhesión" a determinadas fuerzas electorales.
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