Fuente: Tiempo Argentino
Por: Ricardo Ragendorfer
Una rara avis en la
ESMA: presumía de ser un artista sensible. Y las revistas
especializadas lo describían como una promesa en el arte del retrato. En
realidad, se trataba de un torturador de fuste. Los detalles de una trama
increíble.
Orlando González era un laborioso cultor de la fotografía
artística. En 1979, esa actividad lo condujo a los umbrales de la consagración,
al obtener el Gran Premio de Honor Cóndor de la Federación Argentina
de Fotografía (FAF), el más prestigioso del país. Sus obras galardonadas fueron
Una luna, una tarde y un viejo amor y La Parca. Ambas
aparecerían publicadas en el número 138 de la revista Fotomundo, junto con un
elogioso comentario acerca de la segunda foto, que muestra, en clave difusa, una
silueta femenina con una capa, detrás de una calavera. Lo cierto es que el peso
misterioso de esa imagen aún hoy perdura, aunque no precisamente por razones
estéticas.
A los 32 años, González solía alternar ocasionales changas
fotográficas con el ejercicio artístico del asunto.
En cuanto a las changas, hay por lo menos una que merece ser
mencionada: en junio de 1979 –cuando esa edición de Fotomundo estaba en los
kioscos–, a él se lo vio en la
Plaza 18 de Julio, de Montevideo, retratando a una mujer de mediana
edad con la estatua de Artigas como fondo, en lo que parecía ser una producción
periodística.
En cuanto al ejercicio artístico del asunto, poco después,
en septiembre de ese año, se lo vio retratando a otra mujer en alguna isla del
Tigre. Al igual que en su consagrada foto La Parca, ella posaba con una capa.
Ahora se sabe la identidad de sus modelos.
La primera: Thelma Jara de Cabezas, quien desde abril
permanecía cautiva en la ESMA. Las
fotos que González le sacó en la capital uruguaya –a donde la llevaron en un
avión de línea– fueron publicadas el 22 de agosto en el diario News World, del
reverendo Sun Myung Moon. Ahí ella fue presentada como la "madre de un
guerrillero muerto" que se escondía de los montoneros. Otra nota de
idéntico talante salió el 10 de septiembre en la revista Para Ti.
La segunda: Lucía Deón, quien desde diciembre de 1978
permanecía cautiva en la ESMA,
tras una breve escala por el centro clandestino Olimpo. González la fotografió
en la isla El Silencio, una propiedad de la Iglesia Católica
sobre el río Chañá Mini, en donde los marinos escondieron a sus prisioneros
ante la visita al país de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos
(CIDH).
Ambas mujeres sobrevivieron a las mazmorras de la última
dictadura.
González, en realidad, era agente de inteligencia de la Armada e integraba el Grupo
de Tareas (GT) 3.3.2 de la
ESMA. Su nombre de guerra: "Hormiga".
Ahora, a los 68 años, es uno de los 68 represores de la Armada juzgados por delitos
de lesa humanidad cometidos allí contra 789 víctimas.
La cuestión de su faceta artística estalló en medio del
debate, luego de que un testigo, el sobreviviente Carlos Lordkipanidse, se
refiriera a esa vieja nota de Fotomundo –exhibida por el propio
"Hormiga" entre los secuestrados– y a los retratos que él le hizo a
Lucía Deón en El Silencio. ¿Acaso es posible que González consumara sus obras
con personas cautivas? La pregunta ahora flota bajo el techo del tribunal.
EL AUTODIDACTA. Atildado y medido. Así se mostraba
"Hormiga" ante la superioridad. El capitán de fragata Guido Paolini,
uno de los calificadores de su legajo, tenía de él un excelente concepto y
estampó con su puño y letra el siguiente comentario: "Tiene excelentes
conocimientos de fotografía, tanto para la toma como para el proceso de
revelado y copia."
Quizás otro capitán de fragata, Luis D'Imperio –el sucesor
de Jorge "Tigre" Acosta en la jefatura del GT 3.3.2–, no considerara
debidamente tal cualidad, puesto que, con un ejemplar de Fotomundo ante los
ojos, bramó: "¡Usted es un pelotudo!" No le había causado demasiado
beneplácito que el artículo en cuestión incluyera el nombre verdadero y otros
datos personales de alguien que pertenecía a una unidad clandestina de combate
antisubversivo. "¡Usted es un pelotudo!", repitió, sin dar crédito a
sus ojos.
Frente a él, González permanecía firme y en silencio.
El tipo, oriundo de la ciudad chubutense de Esquel, había
ingresado en la fuerza a los 17 años; ahora, tres lustros después, tenía grado
de suboficial mayor, tras desempeñarse en el área de contrainfiltración y,
después, como secretario privado de algún jerarca del Servicio de Inteligencia
Naval (SIN).
En la ESMA,
a donde llegó como auxiliar de inteligencia en 1977, estaba a sus anchas. Tenía
un escritorio en un rincón del llamado Salón Dorado, nada menos que el centro
de operaciones de ese inframundo. Allí, él se encargaba de las comunicaciones,
también ordenaba papeles y hasta tenía a su cargo el envío a reparaciones de
picanas con problemas técnicos. Tampoco era inusual su presencia en
interrogatorios; allí –según las víctimas– solía administrar dosis eléctricas
con una actitud casi deportiva. A la vez cultivaba un trato amable con los
prisioneros sometidos a trabajo esclavo; en especial, con las mujeres, a las
que insistía en impresionar. Nota completa
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