Por Claudia Rafael
Fuente: Agencia Pelota de Trapo
(APe).- “Retirá la Cámara Gesell”, cuenta que rugieron desde el auto
policial. El grito resonó mil veces en la cabeza de Marta. Ya le habían robado
a su Bruno. Y la habían prepeado desde patrulleros oscuros para que quitara la
declaración de su muchacho de los expedientes. Madreabuela Marta vio entrar a
su hijo aquella mala madrugada de marzo, hace un año y tres meses, con ese hilo
de vida que se le iba de los dedos con la ligereza de la muerte que lo engulló
veloz. Cómo imaginar que los monstruos de la historia visitarían su puerta
nuevamente. Que golpearían a su casa, sobre la ruta 25, frente a los aromos del
barrio Oeste de Trelew, para arrebatárselo también a él, a su César, hijo de su
hija, que cumplió los 14 vaya a saber dónde. A quien le prometió torta y
hamburgueseada para su cumpleaños. Que simplemente salió a las 10 exactas de la
mañana de aquel lunes 27 de mayo para el barrio Inta, a visitar a los tíos. Y
que ya no dejó huellas. Porque no hay testigos. No hay palabras. No hay más que
silencios y ausencia. No hay más que miedos y rabia enloquecida. No hay más que
angustia que se anuda en la garganta y se transforma en desazón pero también en
aullido.
La historia es añeja. La Patagonia huele a sangre
demasiadas veces. Acribilla y cincela muerte en los cuerpos jóvenes. Como a
Bruno Rodríguez Monsalve, tío de César, hijo de Marta, que volvió apenas por un
día a su provincia, cuando era testigo protegido de una densa historia penal
contra la policía, y lo acuchillaron. Como a Braian Hernández, de sólo 14,
demolido por los plomos policiales en su nuca, culpable de una travesura
infantil. Como Julián Antillanca, muerto por policías en una noche de boliche
en Trelew. Como a Atahualpa Martínez Vinaya, de sangre mapuche y aymara, que a
los 19 lo destrozaron de puro plomo en Viedma. Como a Daniel Solano, que quiso
alzar la voz en Choele Choel para defenderse de los asedios patronales a los
cosecheros de la manzana y nunca nadie más lo vio. Como a Guillermo Garrido,
“suicidado” con un golpe en la nuca en un calabozo policial en El Bolsón. Como
a Iván Eladio Torres, desaparecido en manos de la policía chubutense y con una
seguidilla de muertes violentas de seis testigos de la causa.
Cuando César Monsalve desapareció, faltaban 21 días para el
inicio del juicio por el asesinato de su tío. Ese juicio ya terminó y con la
absolución, el 28 de junio, nadie es ya responsable por su muerte. El gran
crimen de Bruno fue estar en una celda policial por sus raterías marginales
cuando nueve policías violaban a un chico de 16 años y luego, contarlo.
Asumirlo. Denunciarlo. Hasta la muerte misma que no se distrajo ni siquiera un
instante y estuvo ahí, lista para el filo rápido de cuchillo, ese día en que
volvió a su provincia para tramitar el DNI.
Es un círculo que no cesa. Hoy es su sobrino el que falta.
El que no dejó huellas. No hay cuerpo. Como no hubo cuerpo 30.000 veces. Como
no hubo cuerpo de Jorge Julio López. Como no lo hubo de Luciano Arruga. Como no
hubo ni habrá cuerpo miles y miles de veces. Por lo tanto César está vivo. La
causa –relató la abogada Verónica Heredia a APe- fue recaratulada por la Cámara como “desaparición
forzada”. “Allanaron 25 lugares y no hay rastros”, contó. Comisarías,
hospitales, una cárcel y nada resulta.
“César es alto, mide un metro 70. Tiene el pelo negro y
rulos. Corto. La tez morena. Es lindo”, relata Cintia, su mamá, a APe. Ella
tiene 29 años. Tenía los mismos años que César cuando supo que esa vida se le
había instalado en su cuerpo. Y vivieron siempre, todos, con Marta. Nunca se
fueron de la casita sobre la ruta. Hasta que cuando le mataron al hermano el
miedo ganó a Cintia que huyó de Trelew con su ramillete de críos pequeños. Pero
César quiso quedarse con la abuela. Allí, donde “vivió toda su vida”, iba a
primer año de secundaria. Y hacía “changuitas cortando pasto o ramas de
árboles”.
Cintia desgrana que “me siento re mal. No puedo hacer nada.
Tengo las manos atadas. Nadie lo vio. Nadie sabe nada. Nadie cuenta nada. Lo
único que sé es que él jamás se iría así como así. Hoy nuestra vida es un
loquero. Pienso en el César y la cabeza no me da más. Yo en mi corazón tengo
paz porque siento que está vivo, pero no sé dónde…”.
César cumplió 14 años y su vida es toda ausencia. César
aroma desesperanza. Como siempre, o casi siempre, en los márgenes de la Historia. Allí
donde el olvido entierra las huellas o las destroza. Allí donde los brazos del
Estado arañan la piel y escarban los sueños hasta despedazarlos. Allí donde las
voces que se alzan no resuenan nunca más allá de su terruño.
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